Poesía

El mundo de Sabina

5 septiembre, 2001 02:00

Al estudiar algunas revistas literarias de los años 60, en su libro Literatura en Granada (1898-1998), el profesor Soria Olmedo se encontró en Tragaluz con los versos de Joaquín Martínez Sabina, joven letraherido y "aún ignorante de que llegaría a ser un cantautor famoso". Al lado de su guitarra, Sabina atesoraba voluntad y lecturas de poeta en la Granada universitaria y antifranquista de los años 60, y con ellas se fue al exilio londinense para huir de la policía española y encontrarse con la música de Dylan y de los Rolling Stones. Sus saberes literarios, sus lecturas de Quevedo o de César Vallejo, le facilitaron los recursos imprescindibles para escribir algunas de las mejores canciones de la segunda mitad del siglo XX, pero también le hicieron comprender las diferencias que hay entre un poema y una canción. En Joaquín Sabina. Perdonen la tristeza, Javier Menéndez Flores recuerda la época londinense del cantante. Al publicar Memoria del exilio (1976), en el que recoge buena parte de las canciones que formarán Inventario, su primer disco, Sabina escribe un prólogo para dejar claras las intenciones: "No me engaño sobre estos textos, fueron escritos para ser cantados. Me temo que leídos resulten desabridos como puchero de pobre; echan de menos la voz y la guitarra".

Esta conciencia de los tonos diferentes exigidos por el poema y la canción no supone un orden jerárquico, un privilegio valorativo a favor de alguno de los dos mundos. No nos engañemos, porque Joaquín respeta demasiado a la poesía, y no está dispuesto a jugar la partida hipócrita del cantante de éxito que cambiaría sus discos, su público y su fama por un plato de musas.

Sobre la fama, la soledad, las palabras, la literatura y la música, hablé mucho con Joaquín cuando publiqué De lo cantado y sus márgenes (1986), una selección de poemas y canciones, en la colección Maillot amarillo. Junto a Rafael Alberti, Javier Egea y Benjamín Prado hicimos algunas presentaciones literarias, inolvidables para mí, porque dieron pie a noches de verdadera exaltación y amistad. Maestro y amigo, Rafael Alberti era un deslumbramiento que había descendido de los libros y de la mitología española para sentarse con nosotros a cenar, discutir de poesía y hacer presentaciones poéticas. Como la fama de Joaquín era ya irresistible, entre bromas y veras, Rafael murmuraba mientras nos dirigíamos al recital: "ahora vendrá Sabina con la guitarra y se llevará todos los autógrafos y todos los aplausos".

El lector de Ciento volando encontrará el mundo del cantante Sabina, pero convertido ahora en soneto. Durante años ha condensado sus soledades, sus indignaciones y sus alegrías en el domicilio particular de los catorce versos. Pe-gados a la existencia en el amor y en las iras, en los valores abstractos y en los detalles cortesanos, en los homenajes de amistad y en las polémicas hirientes, los versos de Sabina, siguiendo la lección de los sonetistas del siglo XVII, cruzan por las calles de Madrid, entran en las alcobas, saltan por las ventanas de los palacios, se manchan con el barro de las plazas, regalan cielos e infiernos y, entre soledades y abrazos, retando a duelo o acariciando hermosas cabelleras, componen una crónica de la realidad a través de los quevedos del poeta. La pintura que está haciendo de nuestra época es una melodía de doble filo, porque ilumina la soledad que hay en una sonrisa, el hogar que se esconde en una habitación de hotel, los pecados que arden en la firmeza de los puritanos, los mil y un abrazos que caben en un solo abrazo.

A Joaquín Sabina habrá que fusilarlo con balas de juguete. él sabe por qué lo digo. Mientras reúno un pelotón de cómplices a los que no les tiemble el pulso, tarea cada vez más difícil, yo me limito a despedirme de él y del amable lector de este prólogo con un disparo en forma de soneto. Los versos apuntan al corazón; están hechos con la pólvora republicana de mi admiración y mi amistad:

Mon frère

Vive quinientas noches en un día,
se disfraza de rayo y de pregunta,
enciende al elegir con quién se junta
la sombra de una mala compañía.

No admite su mester de juglaría
más balazo que el sol cuando despunta.
Siempre pone un soneto donde apunta
con el rifle de la melancolía.

Por sus canciones cruzan las ciudades,
las historias de amor, las soledades,
los malditos de buenos sentimientos.

Baudelaire con guitarra madrileña,
Joaquín Sabina escribe lo que sueña
en la rosa canalla de los vientos.