Image: El triunfo de los días

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Poesía

El triunfo de los días

José Antonio Gómez-Coronado

13 marzo, 2002 01:00

Premio Adonais. Rialp. Madrid, 2002. 68 páginas, 7 euros

El veterano premio Adonais, consciente de que hace años -muchos años- que ya no es lo que era, parece que quiere recuperar viejas glorias: los exaltados y líricos endecasílabos blancos en que está escrito mayoritariamente El triunfo de los días nos recuerdan de inmediato a los de Don de la ebriedad, que fue, allá por 1953, el más deslumbrante descubrimiento de la colección.

No quiere ello decir que El triunfo de los días resulte un libro desdeñable y mimético. Todo lo contrario. José Antonio Gómez-Coronado, sevillano de 1978, acredita un considerable dominio del verso y una voluntad firme de no incurrir en los desahogos autobiográficos ni en el ingenio facilón con que los adolescentes de cualquier edad suelen confundir la poesía.

Ambición no le falta a Gómez-Coronado: pretende (sobre todo en las dos primeras partes del volumen) llevar la poesía a su diapasón más alto, unir pensamiento y poesía, belleza y verdad, exaltación y hondura. Lo consigue sólo en parte, como no podía ser de otra manera. El primer poema muestra demasiado a las claras todos los descosidos de una esforzada reflexión lírica que, en buena medida, no pasa de las buenas intenciones. Leído en diagonal, dejándose llevar por la sonoridad de las palabras, por el énfasis de las interrogaciones retóricas, el poema nos remite a Claudio Rodríguez y a Rilke; leído con alguna atención descubre una cierta vacuidad: el poeta se pregunta "cómo podrá saber su afán el día", "cómo podrá la noche oscurecerse hasta alumbrar el alba", "por qué no nacen/más que al alba la luz y las estrellas/sólo en la noche clara que las llama"; la respuesta suele ser tan inane como las preguntas: "no necesitan nada", dice de la luz y las estrellas, "son creadas,/sólo su afán les vale la existencia,/sólo su soledad, porque nacieron/tantas veces seguidas, tantas albas,/que una más, es su vida". El poeta parece dejarse llevar por la música de los endecasílabos y confiar en que la poesía brote del mero enhebrar palabras convencionalmente poéticas en confusos pseudorrazonamientos.

Pero el libro eleva pronto el vuelo y no escasean los poemas en que se consigue la adecuada síntesis entre reflexión y revelación que el autor busca. Destacan así, en la primera parte, "El alba", los poemas dedicados "a una encina ardiendo", a recrear un mito que se adecúa especialmente a su concepción de la poesía ("Otra vez más Orfeo se arrepiente") o al tema, tan borgiano y tan romántico, del doble: "Cuando me asomo al fondo de los pozos/es otro el que me mira desde abajo,/desde la entraña misma de la noche".

La segunda parte del volumen, "El mar" ("De mar y amor" habría sido un título más ajustado), continúa en el mismo tono exaltado de la primera. A veces nos recuerda al primer Gimferrer, un poeta que, en sus inicios, también tuvo a Claudio Rodríguez entre sus maestros más inmediatos. Destaca del conjunto, un conjunto en el que no escasean el énfasis ni la vaguedad, el poema subtitulado "al suicidio", borrador de un conmovedor epitafio: "Ya eres del mar, del tiempo, de la muerte/y las olas te ignoran y los vientos/fundan llanuras limpias de memoria/y recorren tus sueños y te olvidan".

La sección final, "El olvido", resulta más heterogénea que las anteriores. Se prescinde de la exclusividad del endecasílabo y da la impresión de que el autor ha reunido poemas dispersos, ocasionales y desiguales, a veces prescindibles ejercicios ("Apoptosis", con su falso final: lo mismo se podría afirmar lo contrario); otras, excelentes muestras de un poeta con buen oído para la métrica tradicional, con notoria ambición, todavía perdido en epigonales vaguedades, pero al que se adivina capaz de dar el salto y acertar a unir, como sus maestros, lucidez y deslumbramiento, pensamiento y poesía.