Image: Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato

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Poesía

Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato

Edmon Jabès

10 julio, 2002 02:00

Edmon Jabès

Trad. C. González de Uriarte y M. Privat. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2002. 170 págs, 13 euros

Nacido el 16 de 1912 en El Cairo y muerto en París setenta y nueve años después, la ausencia y el exilio parecen ser los rasgos de su vida y de su obra. Obsesionado por la concepción mallarmeana del libro total, sufrió la tentación surrealista y encontró en el desierto no tanto una metáfora como el lugar privilegiado desde el que asistir a su propia despersonalización.

La religión judía y su asistencia de niño a la sinagoga lo familiarizaron con las repeticiones insistentes, el canto llano y los largos acordes monótonos, que son determinantes de su estilo. Su repugnancia visceral a todo enraizamiento que, según él, constituye su sustancia misma, le ha conducido de modo inexorable al silencio impuesto de la página y a la palabra virgen de toda palabra, que conforman su mundo de escritor.

Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato es un texto a medio camino entre la reflexión poética y la poética como reflexión, que -a modo de diálogo, de aforismo y de enigma- hace surgir un archipiélago de ideas, que somete a un implacable asedio de su esencia y que ilumina también su condición: la del lenguaje, que hay en la base de todo pensar y que la constituye tanto como la alimenta. Un gran libro -según Edmond Jabès- sólo se revela a aquel que lo asume. Y ello, porque todo libro está fuera del tiempo y el escritor se esfuerza por introducirlo en su siglo.

La Nada para él es estremecimiento de la Nada y no hay sueños ni cielos acabados sino fragmentos que son lugares escritos. El yo y el nombre entran aquí en tensión y describen, más que una trayectoria, una dialéctica: la de la ausencia de Dios que es el vacío infinito que sostiene al mundo. Jabès vagabundea al otro lado del lenguaje y al otro lado de sí mismo y llega a los confines de una existencia transcrita en la cual el vocablo es siempre intercesor. Para Jabès el mal está en la palabra y el yo designa sólo al extranjero: "Decimos yo -explica- y este pronombre nos borra en beneficio de un indecible yo del cual somos el auténtico y estimulante objeto". De ahí su apuesta por la Nada; de ahí su exhortación a Ser, al fin, nadie. Ese ser nadie propugnado aquí es, sobre todo, ser el extranjero del extranjero o -lo que es lo mismo- ser extranjero a la extranjeridad del otro.

Con una sintaxis, que recuerda a la de Zambrano, y una rotundidad tan caústica como la que suele servir de arquitectura a las rápidas frases de Cioran, Jabès afirma que "Si pudiéramos pensar la transparencia, podríamos pensar a Dios, porque vivimos de escritos, pero morimos de tachaduras". Por eso, nuestro verdadero rostro es una ausencia de rostro, como el verdadero nombre es el imborrable nombre de un eterno borrar. Para Jabès, no hay historia de la palabra sino del silencio, porque sólo conocemos del silencio lo que la palabra puede decirnos de él. De lo que deduce que la historia del silencio es un texto y la escucha del silencio, un libro. Jabès vive el instante que, a su vez, vive indefinidamente la eternidad y sabe que la única frontera real es la que hay al final de nosotros mismos.

Por eso insiste en escribir, escribir este silencio que articulan tanto su asumido judaísmo como su aceptada extranjeridad: así el escritor siempre es un extranjero porque él es el propio lugar de su palabra, y, del mismo modo que el libro responde del libro, y el escritor, de la palabra que lo escribió, el judío responde de lo que queda siempre por leer en el libro de Dios y de lo que queda aún por escribir en el libro del hombre. De ese modo, la lengua se convierte en la verdadera patria del exiliado, al ser el extranjero un extra-yo y la eternidad, algo que se impersonaliza. Al estar lo imaginario fuera del pensamiento, el nombre escapa al recuerdo porque se hace memoria de un secreto del que sólo el poema es la llave. Según él, pensamos contra la nada: estamos condenados a leer el detalle y nunca el conjunto o, más bien, a no poder leer el conjunto sino por medio del detalle. Y Dios está en los detalles. Lo que le lleva a dar un paso más y preguntarse: Si en la Nada se esconde la palabra silenciosa de Dios, ¿no estará en la Nada la totalidad del lenguaje?

La identidad (Nunca somos iguales, en el mismo tiempo), el poder (que hiere, a menudo mortalmente, a quien lo padece, y envilece a quien lo tiene), lo único que es universal, la verdad -que nunca será dicha, sino anunciada- y la lengua que siempre está sedienta de absoluto, son otros de los muchos temas tratados o aludidos aquí, en este libro de difícil clasificación como género, que cautivó a Valente y que contiene una palabra sacra, en la que la filosofía, la poética y la mística entremezclan sus cauces de modo desigual.