Image: La miel salvaje

Image: La miel salvaje

Poesía

La miel salvaje

Miguel Ángel Velasco

10 abril, 2003 02:00

Miguel Ángel Velasco. Foto: Sergio Barrenechea

Visor. Madrid, 2003. 86 páginas, 7 euros

Poeta precoz, Miguel ángel Velasco (accésit en 1979, premio Adonais en 1981), que supo escapar de los riesgos de la precocidad con un largo periodo de silencio y maduración experiencial. En 1995 volvió, convertido en otro, con El sermón del fresno.

Desde entonces es uno de los poetas fundamentales de su generación, la misma de Vicente Gallego o Carlos Marzal, autores con los que ha acabado teniendo mucho en común. Pero la raíz de su nueva etapa se encuentra en un poeta al margen, en un sabio excéntrico a la manera antigua, Agustín García Calvo. De él ha aprendido una radical manera de mirar el mundo y de experimentar con los ritmos del lenguaje. Pero esa experimentación, patente en El dibujo de la savia (1998), editado en Lucerna, la editorial de García Calvo, va cediendo a la tiranía del endecasílabo y el heptasílabo en La vida desatada (2000) y el libro que acaba de aparecer, que ya en esas fechas se daba como de próxima publicación.

La miel salvaje comienza, en la línea del título anterior, con "De la vida dañada", poemas en los que el protagonista es la enfermedad. El primero de ellos, "Acerca de las heridas de los héroes", nos recuerda a la poesía de González Iglesias, otro coetáneo de Miguel ángel Velasco: "En la Iliada nos prende/esa intención precisa en la manera/de describir el daño. Cuántas veces/se demora el hexámetro en el sitio/de la quebrantadura..." Más personales resultan los tres poemas -"La tregua", "El viático" y "El alba enferma"- que nos hablan de la heroína y de la "tregua de sombra con la vida" que ofrece. Los altibajos de esta primera sección se compensan con "La rosa secreta", insólito e inolvidable, y con "Atardecer en Jávea", acabado ejemplo de poesía meditativa en la línea elegíaca de Francisco Brines, en el que se incluye un verso de Rodrigo Caro ("este desmoronado anfiteatro") que es en realidad un guiño a Gil de Biedma.

"La mirada sin dueño" contiene alguno de los más hermosos poe-mas del libro: "El humo del cigarro", "Resina", "Erizo", "Piña de lumbre". Son poemas en los que el autor contempla la realidad más cotidiana y sabe ver en ella su andamiaje secreto, las misteriosas correspondencias que unen el grano de arena y las galaxias. Poemas que cantan la hermosura y la diversidad "con que la vida vuelca su Cuerno de Abundancia": "el minucioso polen, la luz de la alborada,/el manto de los astros, las manchas del jaguar..."

Los mejores poemas de la sección siguiente, "Acaso un mundo", continúan en la misma línea: "Ammonites", donde el fósil de un caracol marino le lleva a hablar "de la rueda obediente de los tiempos", del enigma del círculo como norma del universo; "Sortija" sobre una gota de ámbar, "dura lágrima/de un sol cristalizado en agonía/de remotas partículas que fuimos/en el aura volcánica"; "Serpiente", "Mariposa manchada" o "Espirales", donde la geometría se hace poesía: "Repetidas sortijas del misterio,/inapresable avena logarítmica/decantada en la rosa de los vientos,/porque sois, espirales,/el timón de la vida, os invocamos,/para prender nuestra viruta leve/al fiel tirabuzón del universo".

Cosmología y metafísica, como en los presocráticos, se encuentran aunadas en la poesía de Miguel ángel Velasco, un poeta que ha acertado al escoger a sus maestros, que ha aprendido de ellos a mirar el mundo, el de dentro y el de fuera, con ojos nuevos, pero con sus propios ojos. Sabe de hospitales ("La casa del dolor"), de "la calleja sórdida" donde "hombres destruidos y mujeres ajadas" buscan su "medida ración de muerte en vida" ("La tregua"), pero eso no le impide contemplar fascinado una piña "a la que el fuego laborioso hace de oro" o unas garzas que, en un claro de la noche, vuelan "en formación precisa,/un sereno triángulo/como flecha segura que apuntara/al corazón del sol adivinado/más allá de la niebla".

Con el poema últimamente citado, "Las garzas", termina un libro quizá desigual y que a ratos parece no ocultar demasiado bien a sus modelos, pero al lector eso le importa poco: de su lectura sale deslumbrado y enriquecido, más lúcido, con más amor a la vida.