Image: Materia solar

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Poesía

Materia solar

Eugénio de Andrade

10 marzo, 2005 01:00

Eugénio de Andrade. Foto: A. Lopes Fernandes

Ed. ángel Campos Pámpano. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2004. 473 págs, 29’90 e.

ángel Campos Pámpano, quizá el mejor traductor de poesía portuguesa, ya había ofrecido una amplia selección de la obra de Andrade en Todo el oro del día (Pre-Textos, 2001), desde la gracia adolescente de los primeros poemas hasta la despojada sabiduría de su último libro, Los surcos de la sed, entonces inédito.

Ahora nos ofrece la versión completa -casi completa- de la etapa final del poeta: todos sus libros a partir de Materia solar (1980), con la excepción de Pequeño formato (1997) y Los lugares de la lumbre (1998). No se nos explica la razón de estas exclusiones. Es normal que los poetas, a partir de un determinado momento de su trayectoria, dejen de crecer para limitarse a engrosar su obra. No es ese el caso de Eugénio de Andrade. Si bien es cierto que lo esencial de su visión del mundo estaba ya en Las manos y los frutos (1948), los títulos posteriores irán enriqueciendo esa cosmovisión con lo que podríamos llamar "enseñanzas de la edad".

Andrade viene de la poesía popular, de la lírica arcaica griega, de las diecisiete sílabas del haiku. También de Rimbaud y de un personalizado surrealismo. "Mucha de mi obra ha sentido la tentación del silencio", escribió alguna vez. Pero no ha sido esa la única de sus tentaciones. En Escritura de la tierra quiso cantar la gozosa variedad del mundo y en Homenajes y otros epitafios acercarse sin miedo a la poesía más circunstancial y política, demostrando que el poeta luminoso y solar de tantos libros también estaba sometido a los mismos turbios vientos de la historia que los demás hombres.

Materia solar y Blanco en lo blanco, además de Contra la oscuridad, un apéndice del libro anterior, compendian en su despojamiento esencial una manera de hacer: poemas sin anécdota, casi sólo una música, palabras esenciales insistentemente repetidas: sílaba, cuerpo, sed, verano... Una poética que ha añadido al simbolismo la lección de las vanguardias, sobre todo del surrealismo, culmina en esos títulos, monótonos y sabios, meditativos y sensuales. Parecía que no era posible ir más allá.

El otro nombre de la tierra (1988) nos demuestra que sí era posible. Con este libro comienza Andrade su ciclo de senectud. Pocos poetas habrán sabido llegar al inevitable momento de la despedida con tanta capacidad de seducción. Ya no le importa mostrar sentimientos, como la ternura, donde han naufragado tantos poetas: "¿Hacia qué estrella estás creciendo,/hijo, hacia qué estrella matutina?/Dime, dímelo al oído,/si aún hay tiempo/de que yo y esa nube, esa nube alta/nos vayamos contigo". El poeta escribe ahora a ras de la palabra cotidiana, Rente ao dizer (1992). La "lengua de los versos" (así se titula el primer poema de ese libro) es la "lengua del habla": "lengua recibida labio/a labio; beso/o sílaba;/clara, leve, limpia;/lengua/del agua, de la tierra, de la cal;/ materna casa de la alegría/y de la pena;/danza del sol y de la sal;/lengua en que escribo;/o mejor: hablo". Concluye Rozando el decir con un texto en prosa que en otro tiempo el exigente Eugénio de Andrade -tan alérgico al sentimentalismo- habría dejado fuera de su obra poética; nos cuenta en él la breve vida de un gato, Micky, "un ejemplar perfecto de su raza: cabeza robusta, orejas delicadas, naricillas rosadas [...] -era un príncipe oriental que compartía conmigo sus días, sin corona y sin mundo que gobernar, pero de una belleza que si fuera humana sería insoportable". Con las conocidas palabras de Mies van der Rohe -"Menos es más"- inicia Andrade su siguiente libro, Oficio de paciencia (1994), y es lema que sirve no sólo para su última poesía. A veces el poema es poco más que una resonancia melódica.

Oficio de paciencia, moroso ensayo de una despedida son estos libros últimos. El poeta, antes tan calmado a la hora de publicar, ahora parece proclive a una cierta incontinencia. Los libros, amplios libros para lo que nos tenía acostumbrados, se suceden con regularidad: La sal de la lengua es de 1995. Vienen luego los dos títulos que ángel Campos deja fuera -Pequeño formato, Los lugares de la lumbre- y Los surcos de la sed (2001). En todos ellos el poeta parece abdicar de su rigor y de su maestría -"me obedecen ahora mucho menos las palabras", llega a decir-, pero es para mostrarnos una maestría mayor -fuera de preceptivas, indiferente al fuego de artificio- al alcance de muy pocos.