Poesía

Escrutaba la locura en busca de la palabra, el verso, la ruta

Charles Bukowski

1 diciembre, 2005 01:00

Charles Bukowski. Foto: Contifoto

Traducción de Eduardo Iriarte. Visor, 2005. 446 páginas, 15 euros

Hay en literatura un malditismo pretencioso y falso con el que el autor fabula, aunque hay casos en los que seguir su juego acaba conduciendo de verdad al maldi- tismo. Hay, en cambio, otro malditismo que es proyección o resultado de la vida de su autor, y con él sólo cabe hacer, cuando se puede y se sabe hacer, buena literatura.

La tradición literaria está llena de estos ejemplos, de los que acaso Charles Bukowski sea uno de los últimos. Bukowski, hijo de un soldado norteamericano destinado en Alemania, nació en este país en 1920, pero vivió desde los dos años en EE.UU., donde moriría en Los ángeles en 1994. Aunque comenzó a escribir muy temprano en otros géneros, como la novela o el cuento -entre nosotros han tenido eco su novela Cartero o cuentos como los de Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones-, es la poesía -que comienza a escribir tardíamente, a los 35 años-, la que ha ido decantando su mensaje más convincente. Acaso porque en ella, y particularmente en títulos como el que hoy comentamos, la emoción y cierto romanticismo en el tono dejan ver mucho mejor al hombre y menos al provocador de sí mismo, al mejor difusor de su leyenda de alcohólico y jugador, cercano siempre al sexo y a la sordidez de las urbes. Durante 10 años dejó de escribir para dar cancha al personaje pero fue la poesía la que ha acabado fijando su figura literaria de una manera coherente.

Para Bukowski el poema es un espejo gris que refleja la realidad y, en particular, su realidad. Este método creativo es simple cuando el autor se ciñe a copiar lo que ve o lo que vive para epatar al lector, pero convence siempre cuando esa emoción de que hablábamos antes empaña el poema y le proporciona al texto una desgarradora autenticidad. Hay en esta obra un poema -"¿Una enfermedad?"- en el que Bukowski perfila su autenticidad al hilo de las vidas y de las obras de otros artistas que le precedieron, de Villon a Nietzsche, de Van Gogh a Celine, de Miller a Burroughs. éstos y otros autores ("¡vaya cuadrilla!", exclama él), son para este torturado "fuente de dicha", "fuente de luz". Bukowski pone así de relieve la heroicidad del crear en un mundo corrupto y vanidoso, en una vida que "gira sobre un eje podrido". Cuando el autor se despierta cada mañana de sus malos sueños y se enfrenta con ese otro mal sueño que es la mordaza de cada día, se encuentra con esas vidas ejemplares que valen por lo que escribieron o pintaron, más que por sus gestos.

Es, pues, esta consciencia en los límites -expresada siempre con claridad y realismo extremados-, la que proporciona a estos poemas su valor. Hace bien Eduardo Iriarte, en su breve semblanza introductoria, en dejar a un lado el fácil Bukowski de la leyenda. Centrarse en los poemas y en su mensaje sutil y último, y olvidarse del personaje, es el primer paso que el lector debe dar a la hora de abordar sus poemas claros y fuertes. Debe también preservarse del "grafómano" que escribía diez poemas cada noche y seguir criterios de predilección al abordar la lectura. Si a esto añadimos que estamos ante un volumen con poemas que el autor seleccionó para ser leídos tras su muerte, estaremos más cerca de la "ruta"del correcto entender que de la "locura" de los gestos. Hay que leer también los poemas a través de símbolos fértiles, como el de Gertrude, esa muchacha en la que el poeta ve "la perfección" más allá del "trago" que se bebe y del "juego" que supone el amar y el casarse.

Así que hay en el fondo de la vida de este poeta y de sus poemas una dolorosa prueba que es lo que importa; una prueba de raíz trágica, que reclama la fortaleza de espíritu, el coraje y la rebeldía necesarios para gritar cada mañana, es decir, para cantar con la palabra airada, no falsaria, del verso. Tras la noche de farra cualquier ser se puede "reír de los dioses" y entregarse al exceso "para salvar/su maldita alma". éste sería el mensaje epidérmico. Lo importante es que este mismo poeta sabe, que de madrugada, tras la resaca, en el "árbol oscuro", el "ruiseñor/vela por nosotros". Es, pues, esta lucidez la que revaloriza y salva esta obra y no los gestos destructivos, que ya a nadie espantan en este tiempo en el que tabaco, sexo y alcohol se hallan más en la órbita del puritanismo y de la salud pública que del malditismo.