Poesía

Por dónde vagaré

John Ashbery

25 enero, 2007 01:00

John Ashbery. Foto: J.A.

Traducción de Daniel Aguirre. Lumen, Barcelona, 2006. 193 páginas, 12 euros

De John Ashbery (Rochester, Nueva York, 1927), habíamos leído dos de los libros de poemas que han sido traducidos al español, Una ola y Autorretrato en espejo convexo, este último ganador del premio Pulitzer de poesía. Autor de veinte libros de poemas, atrajo enseguida la atención de la crítica y de sus colegas los poetas por la originalidad de su lenguaje, un logro que no era fácil después de una tradición de grandes maestros en lengua inglesa y, en particular, de algunos de esa costa este de los Estados Unidos en la que él vive: el torrente de Walt Withman (especialmente patente en este libro que comentamos) junto a la concisión de Emily Dickinson, el pensamiento de Ralph Waldo Emerson; o autores posteriores que supieron darle otra "vuelta de tuerca" al lenguaje, como Williams y Wallace Stevens. John Ash-bery atrajo también la atención de un coetáneo como Auden, el cual seleccionó sus poemas e hizo de antólogo en Some Trees.

Sin embargo, quizá lo esencial del mensaje poético de Ashbery venga de otras corrientes vitales y literarias. Vitales, porque es un autor muy de su país y de su tiempo, y ello está presente en la mayoría de sus poemas, en esa atmósfera de cotidianidad y de modernidad que produce cierto sobresalto en el lector habituado a otro tipo de reflexiones. Pesa mucho también la cultura en estos poemas ("disfruto con las biografías y las bibliografías,/ también con los estudios culturales"); por eso, no es raro que los ojos del lector salten, en muy pocos versos, de las "cotizaciones de la Bolsa" y de los comentarios gastronómicos y culinarios a la música de Liszt, al mito de Ganimedes, o a espacios geográficos que suponen un distanciamiento estético, como los caminos de Jerusalén. Otras veces, el guiño culto al lector es el tema del poema -así en el titulado "Notas al margen para Hülderlin"-, pero la sintaxis quebrada, la fragmentación irracionalista, nos apartan de cualquier conexión con el poeta alemán, trasladándonos a una lectura llena de desasosiego. El mundo está en cada poema como en descomposición, pero hay siempre en él un elemento, un símbolo, que nos abre a otra realidad -a otro mensaje- que es el que importa. Así, en este poema que acabamos de comentar, el árbol, la corteza del abedul, que aparecen en su cierre nos remiten a una segunda realidad.

Subyacen así en esta fragmentación del tiempo presente -urbano, doméstico, sociológico-, otros temas que son los grandes de siempre -el amor, la muerte, el tiempo-, pero que vienen alterados por la era convulsa que nos ha tocado vivir, por esa sensación agónica que produce el comprobar cómo los datos de la vida diaria - los gestos, los tics-, conducen a un vacío angustioso. A veces, para huir de esa nada, el autor se ve obligado a ampliar el campo de su visión recurriendo a un tipo de poema en prosa excesivo, muy largo, del que es un buen ejemplo el que cierra el libro.

No eran fáciles las pruebas a las que Ashbery debía someter sus poemas en este límite de dos siglos y después de los saltos hacia adelante que supusieron las vanguardias. Al fondo de éstas también otro nombre clave, un faro-precedente: el de la poesía de Ezra Pound. Por tanto, Ashbery se ve obligado a recomponer los fragmentos de un espejo astillado -el de la realidad presente- para acceder a una realidad segunda, transformada, que es la que el poema nos entrega. La realidad es invasora en sus poemas, pero a la vez hay en ellos ese mensaje que nada tiene que ver con el engañoso de los gestos, con esas palabras súbitas que el poeta utiliza para provocarnos, herirnos o simplemente sorprendernos.

Luego, temas como el amoroso requieren un mayor espacio de serenidad, una reflexión más estable. Es entonces cuando la naturaleza se abre paso en el poema para revelarnos un mensaje de carácter absoluto. Un bosque, una pradera, una estrella, la nieve, son luminarias imperturbables, eternas, que orientan. Lo provisional acecha siempre y esa certeza de que "al final todo acaba hecho pedazos", exige valoraciones más seguras. Para poner límite a ese vacío existencial está la poesía.

Una visita a la casa de los idiotas

Se hunde el año en las nubes

más hermosas que yo haya visto:

estatuas ecuestres sin rumbo, llevadas en

volandas por el viento.

Aquí abajo unos cuerpos ensombrecidos

por el frío

se juntan y en ángulos divergen. Nada se da

que no se pueda retirar. Los fuegos nuestros son glaciales

al encender el telón de fondo polar. Si te pasases

sería ahora en medio del paréntesis, la estación de tu compromiso,

sin ir a ningún lado el seminario. (Tengo que separarlos con un muro;

sólo un árbol sería aquí aceptable.) [...]