Image: Las provincias del frío

Image: Las provincias del frío

Poesía

Las provincias del frío

Santos Domínguez Ramos

12 julio, 2007 02:00

Archivo del autor

VIII premio Eladio Cabañero Algaida. Sevilla, 2007. 78 páginas,12 euros

España, nuevo milenio (y van tres): editoriales y ayuntamientos se confabulan contra la poesía de calidad, favoreciendo la otra, la infame, la de cantidad. En cuanto uno se descuida, se convierte en poeta premiado. Cuidado, atento lector: usted puede ser el siguiente.

Como tantos otros poemarios contemporáneos, Las provincias del frío de Santos Domínguez Ramos viene condecorado con la medalla de turno, en este caso el VIII Premio de Poesía Eladio Cabañero. Agradecemos al Ayuntamiento de Tomelloso su apoyo a la lírica. Gracias también a Algaida por informarnos del particular. Y, sin embargo, qué poco significa un premio, qué superfluo resulta dejar constancia de su concesión, cuando estamos ante la Poesía. Con mayúscula. Con honores no mundanos, sino literarios.

Las provincias del frío es obra de un magnífico poeta y de un lector aún mejor, si cabe. Porque Santos Domínguez lee, entiende lo que lee, se convierte en lo que lee. Y sus lecturas no se limitan a las del resto de los mortales: lee personajes que son mitos -"Sobrevuelan los buitres mi ceguera de nieve" ("Lear bajo la tormenta")-, poetas que son mitos -"Esconder en el cuerpo el cristal de la angustia, / su rosa inapetente, su madurez de abejas" ("El fuego y la rosa", homenaje a Emily Dickinson)-, muertes que son leyenda - "El agua y las palabras desbordan la frontera: / penetran las regiones secretas de la vida" ("Fin de viaje", el de Virginia Woolf, para ser exactos)-. Y lee el mundo: España (Lorca), Francia (Celan), Italia (Dante), Alemania (Hülderlin), Inglaterra (Wordsworth), Irlanda (Yeats), las Américas (E. Lee Master, Neruda). Y Blake se le antoja profeta de Ridley Scott ("Blade Runner"). Y a Valdés Leal lo verbaliza ("Díptico barroco"). Y a Ada la sofoca ("Ada sin ardor").

Y, después de leer, escribe. Hablar aquí de intertextualidad sería hacer el ridículo. Domínguez no es un espectador de mundos ajenos, ni un refundidor, ni un exegeta, sino un creador demasiado poderoso para conformarse con su obra propia: toma como punto de partida el verso de Yeats "Jinete, pasa de largo" y lo continúa en "Pasa de largo, sí, no mires la ladera, / ni los rostros cambiantes de este aquelarre verde" ("Estatua en el jardín"). O resucita a Pound en la gloria de su perfección formal con trece haikus casi cubistas: "Por las almenas / un vuelo de banderas. / Son los vencejos" ("Arquitectura del silencio"). O recoge la cosecha de cierta tierra baldía -y, sin embargo, ubérrima- en siete palabras que suenan a conjuro: "Turbio sermón del fuego, salmodia del oscuro" ("Al leer a T. S. Eliot"). Domínguez trasciende sus fuentes, somete la tradición a su voluntad soberana, siembra el terror en las filas de los conformistas. No es imitación, ni eco, ni copia: es creación.

La diferencia entre un poeta innovador y un saltimbanqui del verso radica en su actitud hacia la tradición: aquél entabla con ella una relación dialéctica; éste, sencillamente, la ignora. Dominguez conversa con los muertos, reales o ficticios; acata su autoridad, pero no los teme; busca en ellos no respuestas para el presente, sino verdades eternas.¿Su técnica? Analizarla sería insultar a un poeta capaz de concebir versos como "Mi memoria de nieve. Sansueña y el olvido / doloroso, la espina en esta luz opaca, / en esta desolada quimera del farero" ("L[uis] C[ernuda] contempla el crepúsculo"). Lo sublime no se disecciona. Es una cuestión de respeto.

Para hacer justicia a Santos Domínguez, deberíamos dejarnos de glosas y reproducir palabra por palabra estas Provincias del frío. Cada verso corona de laureles a un poeta que no precisa de premios ni reseñas para ser grandísimo. Poesía que es artículo de lujo y, a la vez, de primera necesidad.