Image: Días del bosque

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Poesía

Días del bosque

Vicente Valero

13 marzo, 2008 01:00

Vicente Valero. Foto: Archivo

XX Premio Loewe 2008. Visor. Madrid, 2008. 68 páginas, 8 euros.

Ocurrió en los años sesenta: el invierno de nuestro descontento. Por causas naturales o con nocturnidad y alevosía: el caso sigue abierto. Roland Barthes escribió la necrológica. No hubo luto. Derrocamiento de una tiranía ancestral: el autor ha muerto. Nunca más acataremos su autoridad: a partir de ahora, interpretaremos la literatura a nuestro libre albedrío. Es la revolución de la imaginación. Larga vida a todos nosotros: los lectores.

Días del bosque es el Enigmático y Espléndido XX Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe. Es también el et in Arcadia ego de una postmodernidad que destierra a Vicente Valero de su propio reino para sentarnos a nosotros en el trono. Y es de una ligereza exquisita, pavorosa: "Palabras que hemos visto sumergirse, a solas, muchas noches, en las aguas oscuras de este río. Cierto ciervo que vi bebía entonces, lavaba sus heridas invisibles. Un nuevo idioma renacía a oscuras, temblaba como animal nocturno, ardía hasta el amanecer" (Poemas, IX). Están tan intensamente vivos, estos versos, que nos avergöenzan en nuestra comunicación agonizante, en la patética apatía de nuestras frases de-
sechables: "Y sí, digo también que yo creo todavía en su verdad, en la de las hojas que caen como palabras para decir despacio y en voz baja lo que importa: la claridad futura, la más honda y perfecta luz de todas las caídas" (Declaraciones, I). Testimoniamos que hubo verdad, y claridad, y caída. Sabemos que las hojas no son sólo hojas, ni la luz sólo perfecta. Pero cada uno inscribirá entre líneas una descodificación única de los muchos mirlos que nos sobrevuelan. Leemos igual; comprendemos diferente.

Porque en este laberinto todo es (o parece) símbolo de símbolos: "En los espinos he dejado cada día mi sangre. Mi sangre en este bosque es verde. Cuando florecen los espinos, también mi sangre es nueva. Así he aprendido a florecer. Así he aprendido a contemplar mi sangre" (Poemas, XXIII). Se exige de nosotros participación, una creatividad generosa y esforzada, una colaboración mano a mano con el poeta.

Vicente Valero nos arroja poemas huérfanos, calculadamente desestructurados: "El miedo era solamente un pobre lobo que corría, manso y desesperado, hacia ningún lugar, un animal perdido bajo la lluvia negra del bosque: sólo una sombra ausente e infeliz de la manada" (Poemas, XXI). Y, voluntarioso, insiste en romper su propio código veintisiete páginas después: "del miedo digo que es como un lobo perdido, porque yo sé que este animal teme estar solo, teme estar lejos de la manada" (Declaraciones, XXI). Pero, para entonces, nosotros ya hemos pactado con la bestia, porque del narrador desconfiamos: "El pensamiento más profundo de un cazador es su disparo. Con él penetra a solas, siempre, en el silencio de las largas distancias, en la humedad salobre del amanecer. Con él penetra en el corazón oscuro de las tórtolas" (Poemas, VIII). El cazador: el poeta. La bala: este poema. La presa: nosotros.

Postmodernos que somos, reivindicamos nuestro derecho a resolver los poéticos misterios como nos dé la gana. Postmoderna también ella, la criatura Días del bosque nace incompleta, se repite y contradice, nos fascina con su premeditada dispersión. Múltiples fracturas dinamitan su esqueleto: mil veces en un solo libro escribe el poeta las mismas higueras, las mismas ramas, idénticos caminos. Y, para entender estas ruinas circulares, los lectores debemos escribirlas de nuevo. Por eso construimos significados: para reconstruir sentidos. A Vicente Valero se le reserva el privilegio de firmar esta alegoría de una naturaleza que será lenguaje o no será en absoluto. Y recoger el premio también le dejamos. Sea nuestra lectura una variante extrema de la apropiación indebida. Este Loewe lo hemos ganado todos.