Opinión

García Nieto: La hora undécima

Los Alucinados

24 mayo, 2000 02:00

Lo veo en el café, pulcro y divertido, conversando mucho con Gerardo. Lo veo por las tardes barzoneando por el viejo Madrid, con su carpetilla de hacer recados poéticos, persiguiendo el amor de las esquinas

AJosé García Nieto lo había leído yo en provincias: "Agua multiplicada, dividida". Tenía algo de poeta oficial, director primero de Garcilaso y luego de Poesía Española. "Siempre ha llevado/ y lleva/ Garcilaso". Era un poeta muy correcto, muy fácil, pero que no le echaba suficiente leña a la locomotora furiosa de nuestras ansias de entonces. En el café vi que era joven, pulcro, perfumado, algo así como un Robert Taylor asturiano, hijo de viuda y funcionario municipal.

Pepe era el hombre más bueno del mundo. Monstruos como Cela y Fernán-Gómez le han tenido por su mejor amigo. Aquella aleación de inteligencia y bondad quedaba un poco estropeada por su dandismo de clase media, hijo único, poeta municipal. Hacía un poco de descubridor de valores -a él le había descubierto Boby Deglané, en la radio-, y de pronto se le ocurrió descubrirme a mí, dándome gran parte de la crítica de poesía en Poesía Española, revista del Ministerio que él sacaba adelante con una pulcritud nada ministerial, a la manera de la poesía pura de entreguerras. Juan Ramón Jiménez era un gran lector de esta revista y le escribía a Pepe (pronto fue para mí Pepe) unas cartas muy elogiosas. Pero estaba ahí "el trust de cerebros", que era como había bautizado a los Laín, Tovar, Rosales, etc., un ensayista canario, Vicente Marrero, pagado por los Oriol.

"El trust de cerebros", a quienes Marrero calificaba de traidores (y yo callaba, pues era colaborador de su revista, Punta Europa, con cabecera de Angel Ferrant, el de los móviles a lo Calder), habían decidido que García Nieto era el comprometido con el sistema que ellos ya repudiaban teóricamente, más que en nómina. Esto lo rebatía bien Cela:

-Pepito no ha hecho otra cosa en la vida que versos a sus novias. Ellos son quienes hicieron la poesía franquista, imperial y todo eso.

Pero no era esta discriminación lo que más hacía querular a García Nieto, sino la falta de eco de sus versos en los años triunfales de Blas de Otero y José Hierro. "Lo malo del que sufre manía persecutoria es que tiene razón", dijo Eugenio d’Ors. Lo malo del entelerido García Nieto es que tenía razón. Era el eterno discriminado. Sólo en su libro La hora undécima, publicado ya en el apogeo de nuestra amistad, consigue Pepe una temperatura poética que le lleva a lo confesional y lo elemental, lejos del clisé garcilasista. Luego hace libros sobre Madrid, sobre su madre, sobre Quevedo, cargados de una biografía temulenta y una vedad humana, existencial, que siguen ignorando los que quieren, en un éxtasis de injusticia crítica. Entró en la Academia y, siendo ya secretario perpetuo, la enfermedad le apartó del mundo para siempre. Por entonces yo le frecuentaba mucho en su despacho y en el bar del hotel Wellington, donde iba por las tardes a leer. "Este mareíllo, Paco, este mareíllo". Y el mareíllo le llevó sin sentirlo a la hemorragia cerebral y el Alzheimer de ahora mismo.

Cuando ya era un hombre inconsciente, Cela lo llevó al premio Cervantes y lo ganó, pero su obra sigue sin ser leída, pese a que un Banco la sacó en grandes tomos. En los buenos y tristes tiempos, Pepe me daba las galeradas del próximo número de la revista y yo corregía pruebas en mi buharda. En realidad me corregía a mí mismo, en la prosa, pues muchas de las críticas de libros las había escrito yo, aparte del incansable Carlos Murciano, que también hizo allí una larga labor. Personalmente, elegía para mis críticas a Blas de Otero, Celaya y todos los rojos, siéndoles generalmente favorable, pero García Nieto siempre aceptó mi juego sin comentarios.

En todos los años de la revista, sólo le dí un poema mío a Pepe, para publicar, en dos o tres ocasiones. Me los sacaba siempre en primera, pero no hablábamos de calidades, quizá porque no íbamos a estar de acuerdo. Le veo en el café, pulcro y divertido, conversando mucho con Gerardo. Le veo por las tardes barzoneando por el viejo Madrid, con su pequeña carpetilla de hacer recados poéticos, persiguiendo el amor de las esquinas. Su mujer ha muerto antes que él, Mari Tere, y Pepe, en pleno Alzheimer, se limita a mirar la silla vacía, en las comidas, y no dice nada ni nadie sabe si se ha enterado de algo. Fue un poeta de media tarde, muy entremetido en las entrañas gremiales del oficio. Sus admiradoras del café iban luego a visitarle al despacho de la Academia, en la que entró con un discurso en verso, como don José Zorrilla, "Elogio de la Lengua". En verdad, él también era un romántico, rehén del clasicismo y el garcilasismo. Me decía una vez, leyendo ambos a Rubén:
-La forma, Umbral, no hay más que la forma.

Pero la forma puede estar incendiada de novedad. Esto no se lo decía yo. Todos le traicionaban, yo le traicioné. Incluso Gerardo le negó su voto a la Academia porque tenía un candidato de más compromiso. ¿De más compromiso? García Nieto era el último fiel al católico del 27 que presidía una tertulia de rojos.

En el bar solitario del Wellington, hotel de toreros, vacío en invierno, charlábamos al costado de un toro de silencio, y al ponerse en pie o al salir de un taxi es cuando se cogía a mí:

-Este mareíllo, Paco, este mareíllo. pero me han dicho que es una pijada del oído.

Aquella pijada del oído le tiene sorda la inteligencia desde hace muchos años. Ni el premio Cervantes le devolvió la lucidez. Quizá sin García Nieto yo estaría ahora haciendo crónica municipal en Valladolid. Una vez le di a leer una cosa mía:

-Joder qué prosa.

"José García Nieto, bien peinado, es igual a un soneto de José García Nieto escrito en papel satinado". ¿Pérez Creus? A Pérez Creus le pegaban los jóvenes fascistas en el Retiro y acabó tirándose por un balcón. Pepe vive en la ignorancia de los balcones y de la muerte. Y vive en mi recuerdo como el hombre que, con su sabia conversación y sus colaboraciones, le hizo a uno posible.