DENEUVE. Sobre el escenario, durante una función teatral cuyo montaje y representación es el núcleo de El último metro (1980), él le dice a ella: “Eres bella, Hélène, tan bella que mirarte es un sufrimiento”. Ella le contesta: “Ayer me dijiste que era una alegría”. Él concluye: “Es una alegría…y es un sufrimiento”. El amor es una alegría y es un sufrimiento. Eso pensaba François Truffaut, y así lo mostró en todas sus películas, propensas al triángulo amoroso.
El personaje de Hélène está interpretado por Marion, una actriz metida a empresaria teatral en 1942, durante la ocupación nazi de París. Se supone que su marido, judío, director y dueño del teatro, ha tenido que huir de la ciudad. Marion está interpretada por Catherine Deneuve. Once años antes, la Deneuve interpretó a otra Marion en su primera película con Truffaut, La sirena del Mississippi. Y esa otra Marion mantenía entonces idéntico diálogo con el personaje de Jean-Paul Belmondo.
En El último metro, Truffaut recuperó a la Deneuve para su cine y con ella resucitó toda la melancolía de su encuentro anterior. Deneuve –tenía 25 años– y Truffaut se enamoraron durante el rodaje de La sirena del Mississippi, y su relación duró dos años. Deneuve abandonó a Truffaut de improviso, y el director se pilló una depresión morrocotuda. Se recuperó y amó a otras muchas y bellas mujeres. Pero supo desde entonces, si es que no se había enterado antes, que el amor es eso, alegría y sufrimiento.
'El último metro' y 'La noche americana' componen un díptico sobre cómo se hacen el teatro y el cine a pie de obra
IRREPETIBLE. Filmin dispone de veintiún películas de François Truffaut, un director que se me antoja algo olvidado por las nuevas generaciones de cinéfilos españoles. No por Fernando Trueba: Dispararon al pianista –el título– suena a homenaje a Disparen al pianista (1960), el primer noir truffautiano.
Uno espera que el año que viene, cuando se cumplan los cuarenta de su muerte –un 20 de octubre–, la figura irrepetible de Truffaut vuelva a la palestra. Nos parecía una persona mayor entonces, pero Truffaut murió, de un tumor cerebral, ¡con solo 52 años! Nos quedamos sin ver las quince o veinte películas que todavía podría haber hecho. El caso es que, tan a propósito, se me cruzó El último metro, una película que no había vuelto a ver por tenerla injustamente –pienso ahora– infravalorada.
[Jon Fosse, el último viaje de un pescador]
Su película de más alto presupuesto fue un gran éxito, pero, tal vez por eso, cierta crítica le reprochó haberse entregado a las maneras del cine comercial. ¡Falso! El último metro tiene, es verdad, la musculatura del cine industrial, pero es una maravilla comprobar, por debajo, su frescura, su ligereza a lo Renoir. Su sencillez. En particular, su atención a los numerosos personajes secundarios que, con unas pocas pinceladas, están definidos y viven sus propias historias.
LIBROS. El hombre que amaba a las mujeres (1977) fue el título de uno de sus filmes. Le iba como anillo al dedo. Truffaut amó, sí, a muchas mujeres –de Jeanne Moreau a Julie Christie y más, con frecuencia, sí, las hermosas protagonistas de sus películas– y amó, además del cine, a los niños y los libros, que aparecen por doquier en sus películas: bibliotecas, librerías, libros que se leen o se muestran...
Buen escritor y lector compulsivo, adaptó a muchos escritores e hizo ese gran homenaje a la literatura que sigue siendo Fahrenheit 451 (1966). Pero, al volver a ver El último metro, he pensado que ningún otro director ha hecho de una forma tan natural y accesible un díptico como el que componen, en contextos muy distintos, este filme y La noche americana (1973), un díptico sobre cómo se hacen el teatro y el cine a pie de obra, sobre cómo se engarzan –entre el amor, la alegría y el sufrimiento– las vidas de quienes se suben a un escenario y de quienes ruedan. Sobre cómo hacer teatro y hacer cine es vivir.