Paseo por la Feria del Libro de Madrid. En los últimos años, ir a la Feria se ha convertido en una especie de ritual que comparto con miles de personas cada día. Durante una quincena, el epicentro del mundo editorial se traslada al Retiro y el universo libresco que enmarcan las filas de casetas actúa para mí como un imán. Los autores firman, las familias pasean; entre semana, colegios e institutos organizan excursiones y nuestra pequeña parcela de parque se llena de chavales que observan con ojos tímidos el despliegue de libros.
Pero quien hace que todo esto funcione (además de la propia organización de la Feria, claro) son los libreros y las libreras que día tras día abren las casetas, piensan cuál es la mejor manera de colocar los libros, pasan el polvo a las cubiertas, aguantan calor, lluvia, frío, alertas naranjas y rojas por viento, se turnan para ir al baño, se organizan para llevarse café, ¿alguien necesita una silla? Mañana me traigo el ventilador, esto es insoportable, ¿me prestas la vara para vaciar el toldo de agua? Me he calado viniendo desde el metro. ¿Quieres unos calcetines secos? ¿Voy a por cambio? ¿Qué necesitas?
El Parque del Retiro alberga así durante un par de semanas una pequeña sociedad lectora, cansada y ojerosa pero normalmente contenta. Paseando por la Feria y charlando con los aproximadamente trescientos cuarenta y siete amigos que trabajan de libreros (el mundo editorial, como todos los mundos, es un pañuelo), me doy cuenta de que a pesar de lo poético e idílico de la Feria desde fuera, hay algo que los libreros y las libreras deben aguantar y que es peor que el mal tiempo, las polillas o el cansancio.
Lo peor, a veces, es la gente. Gente que no se molesta en comprobar si la caseta a la que se acerca es una librería o una editorial, gente que no saluda, que rechaza con un gesto de la mano los intentos de los libreros por explicar el ejemplar que el posible comprador tiene entre las manos, gente que no busca antes el libro por el que pregunta (no saben cómo se llama, quién lo ha escrito, qué editorial lo publica) y se enfurruña cuando el librero no lo tiene.
La mayoría de lectores que pasea por la Feria del Libro son amables con la gente que trabaja allí, pero la minoría maleducada, gruñona y despectiva hace mucho ruido
Por supuesto, la mayoría de lectores que pasea por la Feria son amables con la gente que trabaja allí, pero la minoría maleducada, gruñona y despectiva hace mucho ruido. Cualquiera que haya trabajado de cara al público sabe lo agotadora que supone la sonrisa permanente, el aguante ante las faltas de educación, la soberbia de quien, en ese preciso momento, es el cliente.
No puedo dejar de pensar en el ensayo de Anna Pacheco Estuve allí y me acordé de nosotros (Anagrama). El ensayo no tiene nada que ver con la Feria del Libro (habla de hoteles de lujo en Barcelona, de sus trabajadores, de los problemas del turismo moderno), pero hay una serie de preguntas que lo vertebran y que, creo, se pueden aplicar a muchas otras situaciones: así como Pacheco me hace preguntarme quién soy cuando viajo, la Feria me obliga a preguntarme quiénes somos cuando compramos, específicamente, quiénes somos cuando nos ponemos delante de un trabajador que nos quiere vender algo (da igual que sean libros, flores o tornillos).
Es legítimo querer que te dejen tranquilo mientras ojeas los libros, no son legítimas las faltas de educación con quien lleva horas de pie tras la pila de ejemplares. Si nos volvemos un poco peores en esos momentos, tenemos un grave problema; si consideramos que la persona que está delante no se merece ni un “buenos días”, tenemos un grave problema. Entre tantos libros y tanta cultura, a veces hace falta un mínimo de educación.