VERSIONES. La otra noche, entre paño y bola, volví a ver la impecable e inteligente Sentido y sensibilidad (Ang Lee, 1998), una de las numerosas versiones de alguna de las ocho novelas de Jane Austen (1775-1817) que circulan por las plataformas. Quizá pretendía ir haciendo boca para la celebración, el próximo 16 de diciembre, de los 250 años del nacimiento de la escritora británica.
Sumando adaptaciones más o menos libres, series y miniseries y películas que han trasladado al presente, en diversas partes del mundo, las historias y los personajes concebidos por Austen, las versiones cinematográficas de sus relatos se cuentan por decenas. Un caso excepcional e inaudito para una mujer escritora que, permanentemente reeditada además, nació y vivió en el medio rural entre el final del XVIII y los comienzos del XIX.
Y me vino a la cabeza, maldita sea, una cuestión bien espinosa: ¿qué ha pasado con el cine y con la adaptación a la pantalla de las grandes obras de la literatura española? La primera mala noticia, Cervantes y Don Quijote aparte, es que las ficciones novelescas y teatrales de nuestros grandes clásicos han sido y son muy mal conocidas en el mundo.
REALISTAS. Está claro que las comedias (y los dramas) teatrales de nuestro Siglo de Oro tuvieron gran difusión e influencia, que colea –hasta en las comedias norteamericanas de enredo–, pero hubo la mala suerte de que Molière aprendió muy bien la lección sobre la marcha y, como dicen ahora, nos robó la merienda.
Nuestro siglo XVIII, a efectos internacionales, fue literariamente átono, coincidiendo con la decadencia política y económica de nuestro país –asunto crucial para la irradiación cultural–, que se prolongó en el siglo siguiente. Y en el XIX, nuestros mejores realistas –Pérez Galdós, Clarín...– no gozaron (ni gozan) del reconocimiento internacional de sus semejantes franceses, ingleses y rusos.
Sería necesario el apoyo de la televisión pública para incentivar la realización de series y películas basadas en nuestros clásicos literarios
Así las cosas, es harto difícil que la anémica industria del cine español pueda plantearse la adaptación a la pantalla, mirando al mercado mundial, de nuestros clásicos literarios, pues un proyecto así, en principio, es muy caro –estrellas, vestuario, decorados y exteriores de época, figurantes...–, mal que se suma al previo de la poca o nula popularidad internacional de nuestras obras literarias. ¿Y qué pasa con el mercado interior? Ese es otro asunto y es el mismo a la vez.
TELEVISIÓN. El asunto idéntico es el coste de esas películas para amortizarlas con un público nacional que –ese es el otro asunto–, salvo excepciones y obligadas razones de índole colegial y académica, ha dejado de leer literatura española anterior a la segunda mitad del siglo XX. Sería necesario el decidido apoyo económico de la televisión pública y del ministerio de Cultura para, como sucedió en los pasados años 80, incentivar la realización de series y películas basadas en nuestros novelistas y dramaturgos más o menos clásicos. Pero nuestros políticos están en otra película y, lo que es casi peor como síntoma cultural –son factores que se retroalimentan–, no parece haber ni demanda ni debate público al respecto.
Debemos recordar que, en los años 40 y 50, entre otras cosas para eludir un cine sobre la realidad del momento, el franquismo motivó la existencia tanto de adaptaciones cinematográficas de la literatura española pretérita como, y con aromas de exaltación imperial, del cine histórico, un género que, prácticamente, ha desaparecido hoy de nuestras pantallas.
Mientras tanto, y con total compatibilidad con el cine de autor y con las películas de género (buenas y malas), el cine británico y el francés siguen adaptando a sus grandes novelistas. Y menos grandes, pues ahí está, con una eterna salud de hierro, Alejandro Dumas padre –tampoco tuvimos un escritor así, aunque luego llegó Vicente Blasco Ibáñez–, omnipresente en las plataformas con las últimas y enésimas (y excelentes) versiones de Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo.