ARROGANCIA. Con o sin su adorado caniche, Arthur Schopenhauer (1788-1860) nos viene con su imagen de viejo genialoide, con esas patillas sobreabundantes y esa melena blanca alada de romántico persistente. Se debe a los numerosos retratos que le hicieron cuando, ya sesentón, le llegó la ansiada fama. Pero a los veintiséis años ya le había retratado Ludwig Sigismund Ruhl. Se conocieron en Gotinga, cuando le dio por estudiar Medicina, y en el retrato de Ruhl se aprecia toda la arrogancia y toda la antipática autosuficiencia del estudiante de Filosofía en Berlín.

Había escrito sin ningún eco, como luego sería dolorosa costumbre, su belicosa tesis (De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente), libro fundamental en su pensamiento junto al tres años posterior El mundo como voluntad y representación (1818). A falta de varios libros y, sobre todo, de Parerga y paralipómena (1851), que propulsó su reconocimiento, se puede decir, exagerando, que Schopenhauer, antes de cumplir los treinta, tenía todo el pescado vendido…

Sólo que, durante décadas, no vendía nada, sus libros se apolillaban en los almacenes y, por más que se empeñara en distribuirlos personalmente y se arrimara a Goethe –amigo de salón de su madre en Weimar– en busca de un aval que nunca le llegó, no aparecían reseñas de sus obras. Él rumiaba, siempre estudiando y pensando en sus encierros en diversas ciudades antes de asentarse en Fráncfort: ya os enteraréis, ya, de que la Filosofía, dejando aparte a Platón, Kant y alguno más –todos perfeccionados por mí–, empieza conmigo y que esos idealistas de tanto éxito momentáneo (Hegel, su bestia negra, Fichte, Schelling…) son unos charlatanes.

VOLUNTAD. Todo esto y mucho más puede leerse en la amenísima y narrativa Arthur Schopenhauer. Una biografía (Acantilado), de Luis Fernando Moreno Claros, experto en el filósofo de Dánzig (hoy Gdansk, en Polonia), que apareció en noviembre y ya tiene segunda edición. Si mil veces define Moreno Claros con duros calificativos el temperamento chulesco, irascible, soberbio, hosco y maniático de Schopenhauer, otras tantas deja clara la esencia de su pensamiento: el pesimismo.

El filósofo pesimista por excelencia consideraba el mundo como un lugar demoníaco, mal hecho e insufrible. Si la voluntad era la palanca determinante del ser de todas las cosas, a la voluntad (al deseo) había que embridarla con una vida ascética (él, buen comedor y solterón galán sin filtro pese a su mala opinión de las mujeres, no la llevó a rajatabla) y propia de los santos (decía el ateo). Estas ideas le vinieron en buena parte de la lectura de ciertos maestros del brahmanismo y del budismo. Tenía en sitial preferente de sus casas, de autosuficiente rentista vitalicio con ama de llaves, una estatuilla de Buda.

Schopenhauer, el filósofo pesimista por excelecia, consideraba el mundo como un lugar demoníaco, mal hecho e insufrible

No mejoró, desde luego, su concepto de la vida como infierno su lectura entusiasmada de Oráculo manual y arte de prudencia (1647), del aforístico (como él) jesuita español Baltasar Gracián, que tradujo al alemán (dominaba siete idiomas), contribuyendo a su enorme influencia en Europa. El otro español áureo que atizó el pesimismo de Schopenhauer fue Calderón.

JOHANNA. Su padre fue un rico y leído industrial de ideas, digamos, progresistas, que, algo tocado de los nervios, probablemente se suicidó cuando Schopenhauer tenía 17 años. Moreno Claros dedica muy interesantes páginas a la relación padre-hijo, pero la columna vertebral del libro es su madre, Johanna Schopenhauer (Trosiener, de soltera).

Como atestigua la abundante correspondencia que Moreno Claros maneja, madre e hijo se llevaron fatal desde muy pronto. Acomodada, parlanchina, culta y liberal, ambiciosa salonnière –con Adele (cuentista, diarista), su afable hija soltera, como escudera–, Johanna alcanzó gran fama como escritora. Johanna, que ponía a caldo a su hijo por fatuo e insoportable, le mandó a paseo y nunca llegaron a reconciliarse de forma sincera.