Críticos e historiadores se han ocupado de desmenuzar, con delectación muchas veces, otras con indignación, la gran cantidad de inexactitudes y errores —cuando no disparates— históricos que, en sus casi tres horas de duración, acumula el Napoleón de Ridley Scott. Puede que, desde el punto de vista del rigor histórico, la película no contenga una sola escena aceptable del todo. Solo al final, poco antes de los créditos, se aportan, inesperadamente, unas cuantas cifras, discutibles sin duda, pero más o menos refrendadas por los expertos. Tienen que ver con el número de víctimas causadas por las campañas napoleónicas en Europa. Son cifras espeluznantes, sobre todo para su época: rondan los tres millones de bajas, entre militares y civiles.

La admiración o el espanto que suscita la figura de Napoleón depende de la sensibilidad de cada cual hacia este dato sin duda determinante. Un dato —el número de muertos que ha costado— sobre el que se sustenta, en definitiva, la supuesta grandeza de todo poderoso.

En sus memorias, Elias Canetti cuenta que el último libro que le regaló su padre antes de morir, cuando él contaba apenas ocho años, fue una biografía de Napoleón. Canetti comenzó a leerla y enseguida se entusiasmó con el personaje, a tal punto que su padre, vigilante, le recomendó posponer la lectura y retormarla cuando hubiera leído otros libros. Pocos días después murió súbitamente, y cuando al fin Canetti terminó de leer el libro, el relato de toda aquella ambición aupada sobre miles y miles de muertes quedó asociado al recuerdo de su propio padre muerto.

La Francia por la que el patriota Napoleón clamaba en su lecho de muerte no dejaba de ser eso precisamente: un lecho de muertos

“Entre todas las víctimas de Napoleón, la más grande y más terrible para mí fue mi propio padre”, escribe Canetti. Y al decir esto afirma que su primera impresión del poder, a cuyos mecanismos dedicaría años y años de paciente estudio, le vino dada por ese libro. De entonces data la profunda aversión que experimentó siempre por Napoleón, “la más antigua” de la que tenía memoria, decía a sus ochenta y siete años.

La figura del poderoso que Canetti dibuja en su libro capital, Masa y poder (1965), surge de su convicción de que lo que alimenta la ambición del poder es “una pasión peligrosa e insaciable”: la de sobrevivir. La satisfacción que ello produce es, sostiene Canetti, adictiva. “Cuanto mayor sea el montón de muertos frente al que nos alzamos con vida, cuantas más veces lo sobrevivamos, más intensa e imperiosa se hará la necesidad de sentir dicha satisfacción”.

Rafael Sánchez Ferlosio también sentía una intensa aversión por la figura de Napoleón. En varios de sus ensayos repite una anécdota que le repugnaba especialmente. Tuvo lugar tras la batalla de Eylau contra los rusos, en febrero de 1807. A la vista del gran número de franceses que yacían muertos sobre el campo, Napoleón habría dicho: “Todo esto lo remedia una noche de París”.

A lo que comenta Ferlosio: “Su inmenso amor a Francia comportaba que para él los franceses no contasen más que como sumandos en el censo. Mientras se mantuviese el índice de productividad genética preciso para suplir las bajas y cubrir las vacantes, todo —o sea, Francia— seguía marchando bien". Y añade: “Pero así Francia, en realidad, venía a convertirse justamente en enemiga mortal de los franceses, al erigirse en algo respecto de lo cual se había de dar por reparado en cada nuevo nacimiento lo para siempre irreparable de cada muerte singular […] sacrificando, en fin, en el altar del ídolo la insustituibilidad de cada vida humana y su recuerdo”.

La Francia por la que el patriota Napoleón clamaba en su lecho de muerte no dejaba de ser eso, precisamente: un lecho de muertos.