"Estoy muy satisfecho de pasar a la posteridad como un hombre que recorta y pega". Esta frase es de James Joyce, al parecer. O al menos eso dice David Markson. Aunque bien podría tratarse de una invención suya. O de la apropiación, más o menos distorsionada, de una frase original de Joyce. En cualquier caso, la frase podría hacerla suya el mismo Markson, dado que él, más que Joyce, sí parece que va a pasar a la posteridad como un escritor que recorta y pega. Y con buenos motivos, además.

Por los años 60 y 70 del pasado siglo se puso de moda armar collages con recortes de periódicos y revistas. La del collage, tan querida por los surrealistas, fue una técnica muy popular en esas décadas. Quién no recuerda la portada de Sgt. Pepper’s de los Beatles. O los maravillosos collages de Nanni Balestrini. Por no remontarse a los collages cubistas o de los vanguardistas rusos.

La técnica del collage permanece muy asociada a la vanguardia en general. Así es todavía hoy, en que su empleo se ha vulgarizado.

Markson prescinde de cuantos elementos caracterizan tradicionalmente la novela: tema, intriga, narrador, personajes, descripciones, diálogos...

En el campo de la narrativa, el collage fue asimismo una de las técnicas favoritas de lo que en el ámbito anglosajón se entiende por modernismo literario. Lo ensayaron autores de toda índole, baste pensar en Joyce o en Alfred Döblin. En Viena, Karl Kraus lo empleó a menudo en sus artículos y para urdir su obra capital: Los últimos días de la Humanidad. Por lo demás, ya Walter Benjamin fantaseaba con la posibilidad de escribir alguna vez un libro hecho sólo de citas.

Puede que quien más radicalmente se haya acercado a este propósito, al menos en el marco de la narrativa, sea David Markson (1927-2010). Cuando se menciona a este autor, se suele recordar la frase con que David Foster Wallace elogió su novela La amante de Wittgenstein, de 1988: "el punto culminante de la ficción experimental" en Estados Unidos. Lo que ya es decir. La editorial Sexto Piso, que publicó esa novela hace un par de años, repite ahora con este autor publicando su última novela, titulada, muy consecuentemente, La última novela (2007), de nuevo en traducción de Mariano Peyrou.

Con La última novela cerró Markson el insólito "cuarteto" emprendido en 1996 con La soledad del lector (1996), y continuado luego con Esto no es una novela (2001) y Punto de fuga (2004). En todos estos libros el proceder es semejante: se prescinde de cuantos elementos caracterizan convencionalmente a la novela –tema, intriga, narrador, personajes, descripciones, diálogos, etc.– y en su lugar se yuxtaponen una tras otras, sin solución de continuidad, centenares de citas, de notas, de agudezas, de mínimas anécdotas y apostillas, casi todas acerca de escritores y artistas de todos los tiempos y lugares.

Con magnífica ironía, Markson reproduce en una de esas notas este comentario, atribuible a un amigo o a un crítico, lo mismo da: "Oye, he comprado tu último libro. Pero lo dejé después de unas seis páginas. ¿Eso es lo único que hay, esas cosillas?".
En efecto, es eso lo único que hay. A pesar de lo cual parece difícil abandonarlo a las seis páginas, y menos aún si se supera esa cifra. Y es que de, una manera misteriosa, esa acumulación de "cosillas" acaba por tener un efecto hipnótico.

Que eso sea posible cabe atribuirlo a lo que, en otra de sus notas, el mismo Markson postula como marca de su "género personal": "Pese a su aparente fragmentación, obstinadamente lleno de referencias cruzadas y de una críptica sintaxis interconectiva". Y en efecto: la aparente aleatoriedad del procedimiento segrega, con toda deliberación, una moraleja melancólica, que apunta a la condición tragicómica que subyace a los mitos del Arte y de la Literatura