Tras la II Guerra Mundial en los países occidentales de la Europa occidental los partidos políticos de Estado, supieron a izquierda y derecha, que el camino de la prosperidad de todos esos países, que se habían librado de la pesadilla del nazismo y habían tenido la suerte de no caer tras el telón comunista, pasaba por las fórmulas económico y sociales que garantizaran el estado del bienestar. A ningún verdadero líder de la derecha europea se le hubiera ocurrido, si de verdad tenía verdaderas aspiraciones de poder, ir contra los principios socialdemócratas que permitieron la generalización de lo que a principios de siglo era una utopía impulsada por la izquierda. Desde entonces, en cualquier país verdaderamente europeo los pilares del estado del bienestar no se discuten.
Se ha dicho que la tragedia de la izquierda en Europa fue precisamente ese éxito. La derecha no tuvo otra opción que adoptar el programa de la socialdemocracia y disputar el espacio tradicional de la izquierda, aunque de vez en cuando surjan en su seno las tentaciones ultraliberales en la tensión menos estado-más intervención.
En los cuarenta y cinco años de democracia (a veces a algunos se les olvida que el franquismo duró menos) se ha podido comprobar que, por mucho que desde los extremos del sistema se pretenda presentar a la derecha española como la enemiga del estado del bienestar, afortunadamente el paso por el poder de los socialdemócratas de derecha, dice todo lo contrario y si en tiempos de crisis se llevaron a cabo reformas entendidas como ataques, fueron precisamente para hacerlo viable y sostenible. Vivimos plenamente en esa Europa y siempre será un fracaso pretender convertir a los europeos en estadounidenses. Europa a izquierda y derecha no se entiende sin el estado del bienestar y los partidos moderados lo saben y lo asumen con todas las de la ley.
En España, tras la Transición, solo sobrevivieron como verdaderas opciones los partidos que estuvieron dispuestos a alternarse sobre esas bases, matizadas siempre por añadidos que nunca resultaron sustanciales. Ni Felipe González fue el peligroso izquierdista que llevaría a España a la sovietización y la economía planificada, ni Aznar el ultraliberal que desmontaría la escuela o la sanidad pública.
Desgraciadamente una parte de la izquierda encontraba en los postulados de la socialdemocracia clásica los síntomas de una rendición a los principios de la derecha, de la que al fin y al cabo no se diferenciaba. Había que buscar fórmulas para desprestigiar la “componenda” y ahí surgieron los podemos y compañía para atizar sobre el rencor social o las trincheras de la Guerra Civil y pescar en río revuelto.
Afortunadamente un gran sector de la ciudadanía, pasada la novedad y vistos los comportamientos de los presuntos redentores, ha dado la espalda a esas fórmulas mágicas, opta por la moderación y a izquierda y derecha existen políticos como Emiliano García-Page que, con el programa de gobierno expuesto en estos días en su investidura como presidente de Castilla-La Mancha, nos devuelven a una normalidad democrática que nunca debimos perder.