El Ayuntamiento de Toledo se ha rendido a la evidencia con la estatua erigida con todo merecimiento a Federico Martín Bahamontes en el Miradero. La idea de la Fundación Soliss que financió la estatua era colocar la efigie de Federico a pie de calle integrada como un paseante más por una de las calles de su  ciudad. Así se hizo y todo el mundo sin distinción elogió el lugar elegido y la forma en la que Bahamontes pasaría a ser un elemento urbano de Toledo. En Oviedo, por citar solo una de las ciudades españolas sembradas con esculturas a pie de calle, no hay quien pase por allí y no elogie esa bajada de los grandes hombres y mujeres en bronce a la calle invitando al paseante a retratarse o bromear con ellos. No hay quien se resista a compartir un banco con Woody Allen o con cualquier premiado con el Príncipe de Asturias cuando se lo encuentra por la calle, tan natural  como la vida misma.

Luego viene lo que los teóricos de la cosa urbana llaman la interacción con los elementos del paisaje urbano y pasa lo inevitable: de la familiaridad con el representado se pasa al colegueo y de ahí al hapenningiconoclasta y gamberro sólo hay un paso; al homenajeado se le coloca una bufanda, se le da una collleja y de vez en cuando los más atrevidos se le suben a la chepa. El problema es cuando la estatua no está firmada por Botero y las dimensiones del homenajeado son tan humanas y reales como las de un ciclista. Entonces el invento de la interacción y de las esculturas diseminadas, entre la gente que aún no se ha ganado la inmortalidad de contemplarse en bronce, porque estas cosas casi nunca pasan, como es afortunadamente el caso de Federico Martín Bahamontes, en vida del protagonista, se viene abajo.

Cuando dos veces seguidas, apenas colocada la estatua en el Miradero, hubo que repararla porque alguien había tenido la feliz idea de compartir bicicleta con Fede, uno dijo que no justificaba al asaltante, pero entendía la tentación que una escultura de este tipo suponía para un joven cualquiera una noche cualquiera de un sábado cualquiera. Encontrarte de pronto en plena calle la estatua de un ciclista con su bicicleta en la dirección en la que uno camina, es una de esas invitaciones, que  difícilmente uno con diecisiete años y unas birras de más habría sido capaz de rechazar, lo confieso.

Ahora, vistas las ganas de interacción creativa que suscita el arte a pie de calle, el Ayuntamiento de Toledo ha optado por resguardar la inmortalidad de Federico con el simple y tradicional método de colocar su efigie en bronce en un pedestal de los de toda la vida. A Bahamontes le han rescatado del penar cotidiano y se le ha colocado como los dioses y los héroes de siempre: encima de un pedestal, una peana, o como mejor cada uno de los toledanos quieran llamarlo y uno lo celebra, porque, al fin y al cabo, hace mucho que no tiene diecisiete años.