Se cumplen ahora veinte años del atentado del 11-M, el mayor ataque terrorista sufrido en la Historia de España. Una distancia larga, con perspectiva, como para echar la vista atrás con calma y sin sectarismo. Una herida abierta en la sociedad española que, lejos de cicatrizarse, continúa más honda y profunda. El 11-M fue el inicio de la discordia, el final de la Transición, la conclusión de la paz entre españoles. Lo que ha venido después hacia acá no hace más que corroborar lo que escribo. La polarización es su último fruto. Por vez primera en mucho tiempo, la mitad de España le echó a la cara los muertos a la otra mitad. Y de eso hasta entonces, aún no nos hemos recuperado. Es una fecha tristísima, hondamente triste, como el silencio de los cementerios. Doscientas víctimas y dos mil heridos. Y un país en la cama y enfermo, convaleciente.
Creo con honestidad al director de este periódico cuando argumenta y justifica su proceder y el de su equipo entonces en El Mundo para explicar la investigación periodística de aquel tremendo suceso. También entiendo que no alcanzaremos a conocer la verdad completa de aquella historia, cuyas dimensiones exceden los medios y equipos de una redacción. En realidad, si uno mira la sentencia de Gómez Bermúdez, no le hace falta ver mucho más, pues él mismo reconoce que no pudo saberse el autor intelectual de la matanza. Ni un guion de película macabra y tenebrosa podría haberse escrito de manera similar. Ocurrió lo que ocurrió y cada uno quedó retratado entonces para siempre, igual que sucedió después en la pandemia. Desde los que mantuvieron los calzoncillos suicidas y hoy siguen campando tranquilamente por los senderos de la ética periodística hasta los que mintieron a sabiendas de uno y otro lado. Porque creo que aún no se ha hecho la lectura completa del 11-M veinte años después. Y tiene que ver con la mentira, con esa que dijo Rubalcaba en la sede del Psoe cuando aseguró que España no merecía un gobierno que mintiese. La mentira como razón de Estado, la mentira en estado puro, la mentira líquida, sólida y gaseosa.
Si a la derecha le bastaron tres días para mentir e irse a su casa, a la izquierda no le han pasado factura seis años de mentiras colosales, una detrás de otra. Esa es la gran reflexión moral que debe hacerse la derecha de este país si quiere avanzar hacia adelante y llevarlo algún día a destino. Mientras no interiorice el fracaso de su discurso y relato en la sociedad española frente a la izquierda, podrá ganar partidos y campeonatos, pero jamás la liga entera. Y, sin embargo, tiene razón. No existe teoría económica mejor que el liberalismo para crear prosperidad y riqueza. Lo que llaman reparto no es más que la forma de ruina con que comienza la carcoma. Pero eso hay que explicarlo con ejemplos y sacrificio.
Los trenes que volaron hace veinte años van dentro de nuestros corazones y resuenan con estrépito por dentro. Mi vida como español de cuarenta y siete años es una antes y otra después de aquellos atentados, pues cambió mi país. Lejos quedaron aquellos años de los ochenta y noventa en que crecimos felices entre quienes hacían la democracia como un castillo de arena en la playa. Llegó la ola y se lo llevó. No puedo dejar de acordarme cómo lloraba en el coche cuando Carlos Herrera puso en Onda Cero el himno de España aquella tarde porque habían muerto por ser españoles. Eran ciudadanos del mundo, de la nación más hermosa y acogedora. Rumanos de Madrid, chilenos de Madrid, polacos de Madrid. La ONU en un vagón por los aires. Si fue el islamismo, no hemos sacado aún la lectura completa del episodio. En este veinte aniversario de la mayor desgracia y catástrofe colectiva de nuestras vidas, vaya una oración por quienes murieron y nuestro recuerdo, cariño y comprensión a los que padecieron secuelas para siempre. Desde Guadalajara, Madrid, El Pozo, Vallecas, la Mancha y el mundo. La herida sigue abierta y no se encuentran médicos para curarla.