Incrementar el arbolado urbano, una cuestión de salud pública en el nuevo escenario climático
Imaginen que mañana se despiertan con la noticia de la creación de un maravilloso invento: una máquina capaz de aprovechar la luz del sol para capturar el CO2 del aire, convirtiéndolo en materia orgánica y liberando oxígeno, y que además dicha materia orgánica tomase una forma tal que permitiera generar una tupida sombra que refrescara el espacio que queda bajo esa estructura, impidiendo su recalentamiento. Una máquina que, además, terminada su vida útil, pudiera ser reutilizada para diferentes usos como la construcción o la calefacción. Todo ello con unos costes bajísimos, con una durabilidad de siglos, sin mecanismos que reparar y con unos mínimos requerimientos, que se limitarían a un poco de agua.
¿No sería algo maravilloso, portada de todos los diarios y apertura de todos los informativos? Sin duda así sería. Lo más llamativo de todo es que ese invento ya existe: se llama árbol.
En un mundo a menudo absurdo, en el que la tecnología seduce permanentemente al ser humano con sus indudables avances, nuestra especie demuestra una ineptitud inconcebible al despreciar al árbol como una de nuestras posibles tablas de salvación ante el reto climático y energético. Pareciera como si fuésemos incapaces de reconocer o de comprender la absolutamente extraordinaria tecnología que, como fruto de millones de años de evolución, los árboles poseen.
En las actuales circunstancias, asolados por cada vez más frecuentes olas de calor cuya intensidad y frecuencia parece estar indudablemente relacionada con el aumento de los niveles de CO2, ¿no es absurdo que no hagamos un uso masivo de ese invento llamado árbol que es capaz a la vez de capturar el CO2 y de rebajar la temperatura por efecto del sombreo?
En una sociedad cada vez más urbana como la española, en la que nuestras grandes ciudades han visto cómo en las últimas décadas la tecnología ha invadido casi cualquier rincón tanto para el transporte, como para la comunicación, la construcción o la iluminación, es sencillamente incomprensible que los árboles no hayan ganado terreno, siendo, muy al contrario, a menudo despreciados, maltratados y relegados a espacios marginales.
En países cálidos como España, absolutamente expuestos a los efectos del calor desde tiempo inmemorial y actualmente más aún si se cumplen las predicciones del cambio climático, hemos hecho un gran y lógico esfuerzo en las últimas décadas en refrigerar viviendas, edificios y vehículos instalando masivamente aire acondicionado que enfría los interiores recalentando el exterior, pero sin embargo hemos despreciado al arbolado como sistema de refrigeración de nuestras ciudades, pese a ser mucho más barato y presentar otros muchos beneficios.
Es más, en este tiempo, a los que siempre hemos defendido la necesidad de plantar árboles masivamente en España a menudo se nos ha ignorado, cuando no ridiculizado, como si fuéramos cuatro románticos o directamente unos frívolos caprichosos que queríamos que nuestras ciudades derrocharan el dinero en arbolitos.
Ahora que todo el mundo parece ver las orejas al lobo, con termómetros absolutamente disparados, con noches insufribles en cada vez más ciudades españolas, con calles y plazas duras inhabitables, repletas de granito, asfalto y hormigón sin la menor sombra como fruto de un urbanismo absurdo e irresponsable, al fin parece que la necesidad de arbolar y reverdecer nuestras ciudades es —ahora sí— un clamor popular.
Cabe preguntarse a que respondía esa aversión al árbol en las décadas pasadas. Tal vez era una mezcla de incultura, soberbia, cortoplacismo, corrupción —las obras públicas a menudo recortaban las partidas de plantación y mantenimiento redactadas en los proyectos dedicándose ese dinero a fines no siempre claros— y una pacata mentalidad de ahorro de costes. ¿Cuántas veces habremos oído los tristes comentarios de “es que luego hay que barrer las hojas” o “es que hay que regarlos”?
Hoy sabemos que el terrible efecto de la “isla de calor urbana”, producido por la irradiación nocturna del calor acumulado de día por superficies no sombreadas y de alta capacidad de absorción de calor como el hormigón, la piedra o el asfalto, que eleva hasta en 5 grados la temperatura urbana con respecto a la del campo que rodea la ciudad, solo se puede mitigar mediante la creación de sombras y zonas verdes o no pavimentadas. Las infernales noches de insomnio debido al calor urbano provocan graves trastornos de salud y están detrás de fallecimientos y dolencias físicas y psicológicas demostradas por numerosos estudios. Cada ola de calor provoca un incremento de la mortalidad, especialmente en los colectivos más vulnerables como son los ancianos, más acusado en las barriadas de menores rentas en las que los ayuntamientos invierten menos en zonas verdes, los edificios presentan peor aislamiento y los vecinos no pueden permitirse aire acondicionado. Todo ello por no hablar de los riesgos laborales de las personas que desempeñan su trabajo al aire libre en las ciudades, con tristes y recientes noticias al respecto.
Estamos, por tanto, ante un problema de salud pública. Hoy sabemos que los beneficios de los árboles en nuestras ciudades van mucho más allá de lo meramente estético, ornamental o paisajístico —que ya sería mucho—, sino que su presencia salva vidas y evita enfermedades. Además de la drástica reducción de temperatura tanto diurna como nocturna por el efecto de su sombreo y evapotranspiración, conocemos actualmente la mejora de las condiciones mentales de las personas que viven en entornos con vegetación, sabemos que la calidad del aire es infinitamente mejor en las zonas arboladas por su capacidad no solo de emitir oxígeno y capturar CO2, sino por la captura de partículas en suspensión provocadas por la contaminación, sabemos de su capacidad para reducir el ruido del tráfico al absorber las ondas, somos conscientes de su importancia para la biodiversidad urbana, especialmente de aves capaces de reducir las poblaciones, por ejemplo, de los molestos mosquitos. Las ciudades arboladas son capaces también de frenar el sedentarismo y el aislamiento social al que obliga el calor cuando no existen zonas verdes o alineaciones que sombreen calles y avenidas, evitando así el incremento de patologías como la obesidad y las dolencias cardiovasculares.
Conseguir que nuestras ciudades sean habitables en el futuro depende de lo que hagamos hoy. Al igual que es frecuente escuchar que “los incendios se apagan en invierno” con acciones correctas de gestión forestal, podemos decir que, frente a las olas de calor de los próximos veranos, la adaptación y mitigación en nuestras ciudades vendrá dada por las acciones que emprendamos en el resto de meses: plantación masiva de árboles en aceras, plazas, avenidas y parques —siempre respondiendo a un plan de arbolado para escoger adecuadamente especies y lugares de plantación— y renaturalización de espacios hoy ocupados por el nefasto “urbanismo duro” de las décadas pasadas. Esto es importante tanto en las zonas ya consolidadas de las ciudades —donde habrá que revertir miles de errores cometidos en el pasado al prescindir del necesario arbolado— generando urgentemente planes de replantación y renaturalización, como en los nuevos desarrollos urbanísticos, que por ley deberían contemplar arbolado en sus aceras, así como un porcentaje obligatorio de zonas verdes por unidad de superficie urbanizada. En el caso de los centros históricos esto es doblemente importante, pues la ausencia de políticas de arbolado y renaturalización ha motivado la creación de barriadas periféricas más ricas en espacios verdes, adonde se ha desplazado la población de más capacidad económica. Esto ha agravado el efecto de “isla de calor urbana” al pavimentar miles de hectáreas alrededor de los centros y además ha provocado que en las barriadas más antiguas exista riesgo de fractura social con respecto al resto de la ciudad como consecuencia de esa división por rentas.
Los árboles deberían pasar a considerarse infraestructura urbana básica, tan obligatoria como el alcantarillado, el alumbrado, el acerado, el asfaltado o la fibra óptica. Sorprende que nuestros ayuntamientos sí hayan adoptado en los pasados años medidas millonarias como la sustitución de luminarias implantando tecnologías LED —algo necesario— pero sin embargo sean tan reacios a afrontar inversiones ambiciosas para reverdecer nuestras urbes. Ello solo se explica con esa miserable mentalidad de intentar abaratar costes a corto plazo al reducir la factura eléctrica y, por el contrario, considerar el arbolado como un gasto, olvidando que la ausencia de arbolado tiene graves costes también económicos: devaluación del precio de la vivienda en las barriadas sin zonas verdes, costes sanitarios por las hospitalizaciones relacionadas con el calor o los trastornos mentales asociados a la ausencia de verdor, costes laborales por las bajas derivadas de estas patologías, merma de ingresos turísticos en los meses de verano en las ciudades no arboladas, contracción de la actividad comercial en los barrios con “urbanismo duro” durante los veranos, aumento de la demanda eléctrica en los hogares situados en zonas carentes de sombra y disminución demográfica en las ciudades o barriadas no adaptadas a estas nuevas condiciones.
Finalmente, y no menos importante, es vital que nuestros ayuntamientos prediquen con el ejemplo reverdeciendo urgentemente las ciudades españolas, pues existe un notable riesgo de que la sociedad, cada vez más acostumbrada a escuchar las alarmas de la crisis climática en los medios, perciba esas alarmas como charlatanería si no ven en su entorno más cercano acciones concretas coherentes con esos mensajes que los políticos de rango supramunicipal lanzan a diario. ¿Qué credibilidad puede dar la sociedad a esas alarmas si su día a día transcurre en ciudades que siguen ignorando al arbolado y las zonas verdes como un elemento básico en la necesaria adaptación a este nuevo escenario y en la mitigación de sus efectos?
Por todo lo expuesto, espero que en los próximos años se produzca en las ciudades españolas un cambio radical en cuanto a su relación con el arbolado, desarrollando de manera generalizada e inmediata planes ambiciosos de plantación y reverdecimiento de las zonas ya consolidadas y garantizando que los nuevos desarrollos urbanísticos consideren al árbol como una infraestructura urbana básica y obligatoria.
Nos va la vida en ello.
Eduardo Sánchez Butragueño. Licenciado en Ciencias Ambientales e Ingeniero Técnico Agrícola