Cruz Galdón

Cruz Galdón

La tribuna

Dame una excusa y te juzgaré

1 febrero, 2023 07:30

Llevamos demasiado tiempo envueltos en mil noticias que nos sirven, en bandeja de plata, la cabeza de sus protagonistas para ser juzgados. Son ya demasiadas las herramientas que nos aporrean con una inmediatez asombrosa para ser juez y parte de todos y con todo. Y como para colmo el ser humano es tan superior que se concede la virtud de llevar siempre la razón, por muy absurda y errada que sea, asestamos fulgurantes sentencias que, de cuajo, cortan cabezas.

Y es que ¡es tan fácil, estar sentado delante de la televisión, del iPad o del móvil y sentenciar las conductas de los demás en un abrir y cerrar de ojos! Divorcios que se envilecen con lobas heridas; guerras que se eternizan con bombardeos incesantes sin treguas reales ni atisbos de fin; violaciones de famosos con juicios paralelos que buscan saber más que el contenido de las propias instrucciones, en definitiva, ventanas de voyeur al mundo cerradas al verdadero juicio de uno mismo.

Porque es más fácil concedernos las puñetas y sentenciar, que echar un ratito paseando por nuestro interior y por el amor hacia los que nos rodean. Y lo más doloroso de todo esto es que, incluso en los ratos de tertulia con amigos, familia y demás cuerpos que nos rodean, se hacen eco de tales madureces, olvidando la verdadera naturaleza de lo que deseamos realmente decir y vivir.

Tenemos un bozal hecho a fuerza de frivolidades que amordaza la palabra que se desea pronunciar, porque si nos confesáramos sobre lo que realmente anhelamos, padecemos o sentimos, nos volveríamos vulnerables y estaríamos a merced de la sentencia ajena que, sin compasión, nos reputaría. Y es en esos apoteósicos momentos en los que nos atrevemos a hablar, cuando un sapo gigante se atraviesa en nuestras gargantas para ser ese Pepito Grillo que nos recuerda que es mejor mantener la compostura, que no sepan lo que en nuestro interior se cuece. Recuerden aquello de «dientes, dientes».

Pues es un craso error aferrarnos al miedo tangible de las sentencias que, sin pruebas documentales ni testificales, nos delatan en el pecado no cometido, salvo el de callar.

Miradas que se pierden en el horizonte, suspiros de anhelos que descansan en una mirada al cielo como único destino, cuando lo fácil debería ser dejarnos coger de la mano y mirar fijamente para entonar sentimientos y sentir cómo bailan los del otro.

Parece zafio lo que en estas letras expongo, además de consabido y admitido. Pero cuántos de ustedes se abren en su trabajo o en sus relaciones sociales, o en su propia vida más íntima para contar, con sinceridad impoluta, lo que su ser anhela, lo que quieren lograr como meta o cuál es su sueño más codiciado. Ni siquiera lo bueno que deseamos hallar en la vida somos capaces de susurrarlo al otro, salvo que nos toque la lotería o el cuponcito.

Y cuando algún bendito loco se abre el pecho de par en par para brindarnos el venerable don de la sinceridad, también es escudriñado en el fondo o en la forma. Nos hemos acostumbrado a vivir de cara a la galería y poco hacia dentro; mar adentro, como decía aquella canción de Héroes del Silencio.

Frenemos un poco de ser «las viejas del visillo» y abramos las ventanas para respirar este helador aire de febrero, seguro que los vapores de carbones anquilosados se despegarán del corazón para ser mas humanos, benevolentes, honestos y felices o al menos aliviarán el peso.

Dejemos el juicio precipitado de lado y observemos los dones de los sueños de quienes nos acompañan día a día. Y si nos recuerdan a los de un loco, quizá su locura se nos contagie y seamos capaces de bailar descalzos con la luna.

Soñar, desear, hablar con sinceridad, escuchar atentamente y hablar desde el alma además de ser gratis, sana por dentro.

Imagen de archivo

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