El viejo continente europeo, que ahora parece añorar tiempos mejores, sigue siendo un reflejo persistente de los diversos nacionalismos antagónicos que nos enfrentaron a lo largo de la historia. Europa es vieja y, aunque intente modernizarse, sigue creyendo que es la abuela de un mundo que la ha superado. Ve cómo esos hijos, que siempre habían estado a su merced, han crecido y quieren emprender su camino, sin que parezca importarles la moral de lo correcto que todo ciudadano europeo lleva impregnada en su vida.

Nos hemos dado cuenta de que otras potencias económicas emergentes no nos necesitan, no nos escuchan, y que, a pesar de que nuestros consejos puedan ser buenos, no tienen el calado e influencia que cabría esperar. Aquellos que creemos profundamente en la importancia de Europa para nuestro futuro, nos sentimos desolados por no afrontar el porvenir con la sinceridad que merece.

Desde hace años, vemos cómo nuestras fábricas cierran para trasladarse a otros países donde la producción es potencialmente más rentable. Cómo el precio de las materias primas sigue aumentando. Tenemos una dependencia energética preocupante y perdemos nuestra influencia a nivel mundial.

Hemos visto cómo, en muchos casos, en nuestro propio país, no hemos sido capaces de reinventarnos o de buscar alternativas a esa vieja industria. Hemos intentado por todos los medios, incluso económicos, ignorar la realidad a la que nos enfrentamos.

En esta hipocresía casi idílica, creemos que mostrando nuestra cara más amable o sostenible ante la presencia de estas potencias económicas emergentes, podríamos sobreponernos a las adversidades, pero solo hemos conseguido dos cosas. Primero, gigantes como China han descubierto la debilidad del continente europeo; segundo, no hemos preparado a nuestros ciudadanos para el futuro que se avecina.

Este discurso no es catastrofista, solo muestra la realidad que a veces no parecemos reconocer. El gigante asiático tiene la ventaja de planificar a medio y largo plazo, lo que les permite crear estrategias de futuro en materias primas, energía y producción, que Europa necesita, pero no es capaz de hacer fructificar fuera de sus planes de gobierno ligados a pírricas legislaturas.

Por otro lado, los ciudadanos europeos parecen nacer con más derechos que el resto de los ciudadanos del mundo, y algunos lo creen. Esto supone un problema, no sé si de educación, concienciación o simplemente de no ver la realidad de la competencia a la que la globalización nos ha arrastrado sin el menor titubeo. Y sí, hay mucha gente muy preparada en Europa, pero empieza a haber más en otros países que no nos van a robar el pan, sino que simplemente son mejores o están más preparados que nosotros.

Lo terrible de todo esto es la hipocresía que nos arrastra a esta visión superior que poseemos los europeos, la cual nos confiere el derecho de ver cómo debería ser el mundo, y a ese mundo le empieza a dar igual. Aquellos que creemos en Europa hemos decidido hacer frente a esta situación siendo claros y mostrando que nos preocupa el futuro del mundo, y con ello el nuestro.

La sostenibilidad es una necesidad para una Europa que cada día encuentra más dificultades para acceder a materias primas baratas, combustibles para obtener energía o mantener sus fábricas. Tenemos que ser competentes, y aunque suene extraño, los europeos sabemos fabricar basura.

Mirar al futuro con optimismos significa comenzar a ver que no generamos basura, sino nuevas materias primas con las que podemos volver a fabricar. Tenemos que trabajar en nuevas fuentes de energía que nos permitan funcionar de forma autónoma, sin dependencia de terceros países.

Y ya tenemos la obligación de crear una nueva industria en torno a la circularidad, y dejar de invertir nuestro dinero en intentar mantener fábricas que ya hemos perdido y son cosa del pasado. Por eso, los ciudadanos debemos empezar a trabajar para estar abiertos a una nueva realidad.

Es la forma de ser competentes con otras potencias, y es lo que nos permitirá crear nuevos puestos de trabajo que generen sueldos que nos ayuden a mantener nuestra calidad de vida. Creer en la sostenibilidad no significa renunciar a nuestra calidad de vida, sino reinventarnos para vivir mejor si cabe.

Ya es hora de dejar claro de que independientemente de que nos preocupa el medio ambiente, y mucho, tenemos que asumir que Europa sola no va a cambiar nada en el mundo si no es capaz de ser competitiva.

Solo si es capaz de mostrar al mundo que el modelo circular es rentable, competitivo y positivo para el planeta, entonces y solo entonces otros países intentarán copiar nuestro modelo. Y si no lo hacemos rápido, corremos el riesgo (como ya está ocurriendo) de que otros países nos tomen la delantera.

A veces parece que los ciudadanos europeos hemos llegado a una zona de confort, y somos ajenos a esta realidad, o peor aún, nos enrocamos en buscar diferencias entre nosotros, justificándolas en rancios nacionalismos, ideologías o diferencias que, lejos de ser culturales, responden a un pasado del que no hemos sido capaces de aprender nada.

El mundo ha demostrado que, buscando aquello que nos une, podemos construir e idear grandes proyectos, aunque algunos piensen que dividiendo se consigue algo que valga la pena. La historia está ahí, y aunque siempre la escriben los vencedores, no deja de ser un reflejo de lo que somos como sociedad y de dónde nos encontramos ahora.

Ser uno mismo significa sostener la realidad inherente de lo que somos, vivimos y pretendemos alcanzar. Fuera de eso, dejamos de ser naturales y pasamos a ser sintéticos y poco sostenibles. Por ello, Europa tiene la oportunidad de ser ella misma, sosteniéndose en aquello que nos une, para brindarnos un futuro sostenible con una calidad de vida envidiable: Europa, despierta.

*** Alberto García-Peñas es director del Máster en Ingeniería Circular de la Universidad Carlos III de Madrid