Barcelona, día tres después del referéndum. Y Carmen que a sus 55 años no puede entender que para protestar contra la violencia policial ella tenga que quedarse sin la cita que lleva esperando varias semanas. A las puertas del centro médico, en la zona alta de Barcelona, una señora espera el traslado en ambulancia desde su casa. Lo que en un día normal dura veinte minutos, hoy se alarga varias horas. “Algunas personas mayores no han podido salir de casa”, recuerda a Carmen, que mira incrédula el volante de su nueva cita para el médico. Dos semanas más de espera.
Son las nueve de la mañana y la Ciudad Condal amanece tranquila. El pequeño comercio ha seguido en masa el paro convocado por las principales plataformas pro independencia y las secciones catalanas de los sindicatos nacionales, pero en la calle la ciudad no ha parado. La actividad recuerda a la de cualquier fin de semana, con pequeños atascos en las principales arterias a pie de asfalto y las grandes tiendas abiertas sin problemas cual lucernarios. En la calle, un cuentagotas de esteladas encara el camino a Plaza Universitat, donde se prevé una de las congregaciones más multitudinarias.
Suena Els Segadors en las dolçainas mientras en la plaza aparecen los mantras de todos estos días. La prensa española, manipuladora y las fueras de seguridad, un ejército de ocupación que oprime la voluntad del pueblo. Nada nuevo. El viejo juego de de tomar la parte por el todo que ha pasado de generación en generación con distintos protagonistas. Solo una cosa llama la atención. Que una huelga general que estaba encima de la mesa desde hace semanas haya mutado a una protesta contra la brutalidad policial compartida también con las principales patronales catalanas.
Son cerca de las 11, una columna de estudiantes encara la cuesta de Conde d’Urgell. Minutos antes, una avanzadilla de personas advertía a los comerciantes con buen tono: “Si sigues abierto, vendrán los jóvenes y te tirarán las cosas al suelo”. El anuncio amedrenta y cuando pasan las banderas, muchos bajan el cierre como prevención. El metal dura en la puerta lo mismo que el paso de los jóvenes. Piquetes informativos, se llaman. Como si en esta ciudad hubiera alguien que desde hace dos años no escuchara hablar día y noche de proceso e independencia.
“En diez minutos venimos a cerrarlo”
La jornada parecía festiva cuando el independentismo hizo la primera manifestación de músculo del día. Miles de personas, jóvenes, mayores, empleados convencidos y funcionarios subvencionados surcaron la Avenida de Les Corts con rumbo al centro de la ciudad. No cabe duda de la cohesión y la voluntad de cambio. Ni crítica alguna a quienes por parte del Govern de la Generalitat han planteado este escenario. Los palos dialécticos son siempre para la otra trinchera. “Los catalanes hacemos cosas”, gritan a coro mientras marchan, como si el resto del mundo dejara de girar para contemplar la estampa.
Ángela baja la cabeza y murmura al paso de la gente. “Me voy a tener que ir de Cataluña”. Andaluza ella, se duele de la escena y se siente cada vez más una extraña. A los 7 años llegó a Barcelona y con nueve, en plena época franquista, hablaba ya un catalán perfecto. Ahora, siente que la sociedad que ella ayudó a construir le da la espalda. “Tendré que coger a mi familia y marcharnos de Cataluña. Con todo lo que hemos trabajado”, se duele. “Ayer me decía una vecina que por lo menos alquilaremos el piso para que vengan turistas, y nos sacaremos un dinero viviendo en otro lado”, sentencia cambiando el gesto a una sonrisa. Se despide y marcha en dirección opuesta. A paso despacio y por una de las esquinas de la acera.
Diez minutos después, la congregación de gente en Plaza Universitat llega a su límite y las cafeterías aledañas son obligadas a cerrar a golpe de piquete. “Esto es una huelga general, nada de comprar cosas”, grita desde la puerta un joven de polo negro. La frase suena fuerte pero desvela la realidad de la protesta.
Una huelga patronal, secundada solo por algunos, vivida por muchos como una festividad ilusionante y que se adhiere con el cemento de una oposición frontal al gobierno de Mariano Rajoy. A veces más incluso que por la Independencia. “En diez minutos vendremos a cerrar el local”, le advierte el chico que grita a la responsable del establecimiento, en un hecho aislado de refleja una realidad también palpable en este conflicto: a veces, son solo los derechos de unos frente a otros los que se respetan. Ni una sola persona defiende el derecho inalterable de no secundar la protesta. Fuera, de espaldas y ajenas a la escena, vuelven a sonar las voces: “Estas calles serán siempre nuestras”.
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