La trágica epopeya africana de un huérfano vasco que conquistó un país sin dar un solo tiro
Manuel Iradier se obsesionó con el golfo de Guinea a costa de su salud y su familia. A pesar de su sacrificio murió olvidado por el gobierno.
13 febrero, 2024 09:03Bajo los bosques de pinos de la segoviana localidad de Valsaín, el vitoriano Manuel de Iradier y Bulfi seguía pensando en aquel continente que le había arrebatado todo, incluida la vida de su hija Isabela. En agosto de 1911, con 57 años, pasó al otro mundo cuando sus marchitos pulmones dejaron de funcionar, secuela inevitable de los cientos de días y noches que pasó en el corazón de la oscuridad africana, temeroso de la voluble voluntad de los caníbales pamues y devorado vivo por los mosquitos y demás insectos selváticos.
Había derrochado su pequeña fortuna y su salud en el proyecto de su vida: la exploración de la actual Guinea Ecuatorial. En 1884, gracias a sus incansables marchas, sus decenas de notas y mapas y sus contactos con los caciques nativos, una España convaleciente cuyo imperio naufragaba pudo proyectar su sombra sin disparar un solo tiro (al menos en el primer momento) sobre unos 26.000 kilómetros cuadrados en torno al lejano y misterioso país del río Muni.
Nacido en Vitoria-Gasteiz en 1854, Iradier quedó huérfano de madre a los cuatro años y fue criado por sus tíos. Pronto comenzó a obsesionarse con la geografía quedando hechizado allá donde los mapas aparecían en blanco y los ríos se confundían. Después de fundar en 1868 la primera sociedad geográfica de España -La Exploradora-, licenciarse en Filosofía y Letras y alistarse en 1872 en el ejército liberal durante la Tercera Guerra Carlista, con apenas veinte años y sin ningún apoyo oficial se lanzó de cabeza a la aventura de su vida.
Una obsesión
Inspirado por el explorador y periodista Henry Morton Stanley y acompañado de su cuñada y de su mujer Isabel de Urquiola, el joven Iradier llegó a la isla de Fernando Poo, cedida por Portugal a España en 1778. Estableció su base de operaciones en el islote de Elobey Pequeño alojando a su familia en un viejo cuartel en ruinas desde el que se observaba la infinita espesura del inmenso e ignoto continente.
Entre 1875 y 1876, a bordo de una embarcación podrida, tomó notas de etnografía, botánica, fauna y geografía buscando conocer todos los misterios de los pacíficos pueblos costeros. Sin arredrarse por las historias de los caníbales temues que habitaban en el interior remontó el Muni. "Para su tranquilidad, un indígena con dotes de 'gourmet' al que conoció le confesó que la carne del hombre blanco era amarga y no tan sabrosa como la del negro, cuyo gusto era parecido a la de cerdo", explica en una entrada de la Sociedad Geográfica Española Ramón Jiménez Fraile, biógrafo del explorador.
Sudando a chorros sobre nubes de insectos cayó enfermo. Su fiel criado, Pepe Elombuangani, permaneció a su lado protegiéndole de las fieras selváticas cuando comenzó a delirar a causa de la fiebre. Por otro lado, la disentería pudría sus entrañas y los nativos saqueaban sus pertenencias.
Después de entrar en contacto con los ansiosos temues y a pesar de las palabras del gourmet, decidió regresar a Elobey Pequeño. En total, había recorrido y documentado casi más de 18.076 kilómetros en su primera expedición. Su familia, al igual que él, había sufrido decenas de ataques de fiebres. Isabel, embarazada, dio a luz a una niña y la familia se trasladó a Fernando Poo. Allí, el infatigable Iradier decidió escalar los más de 3.000 metros de altura del pico Basilé antes de que la tragedia marchitase su ilusión.
En 1876 murió su hija. El cuerpecito de Isabela, de apenas un año, no pudo aguantar el fuego de las eternas fiebres tropicales. Con una familia que se descomponía por su obsesión, envió a su afligida y de nuevo embarazada esposa a Canarias donde el aire no estaba cargado de miasmas mortales. Isabel hasta entonces había ocultado su depresión dando lecciones de español y aritmética a niñas guineanas.
"No quedé solo. El recuerdo de mi hija me perseguía por todas partes. Antes estudiaba itinerarios, levantaba planos del curso de los arroyos, coleccionaba insectos, seguía con interés las indicaciones de mis instrumentos meteorológicos. Después no supe caminar sino en un mismo punto. La tumba de mi Isabela, situada al pie de un gigantesco caobo, me atraía con irresistible acción. El recuerdo de ella me absorbía", dejó escrito Iradier antes de abandonar la isla.
Malviviendo
Sin más recursos que empeñar, regresó a España con su familia. Incapaz de olvidar Guinea siguió buscando financiación durante años, llegando incluso a formar parte de la logia masónica de Vitoria que al parecer no le hizo mucho caso.
En la década de 1880 todas las naciones "civilizadas" se lanzaban a la carrera por llenar los espacios en blanco de África, Asía y Oceanía. La Sociedad Geográfica de Madrid, fundada en 1876, alertó que el impulso de la "raza anglosajona" en la colonización del mundo comprometía "el porvenir y hasta la existencia de la raza española".
"Iradier no quería en modo alguno participar en la vorágine colonizadora, pero los proyectos promovidos por la Sociedad Geográfica a través de la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas creada al efecto por iniciativa de Francisco Coello y Joaquín Costa le permitieron regresar, en julio de 1884, al golfo de Guinea al frente de una exigua expedición (...). Acompañado del médico asturiano Amado Ossorio, del notario Bernabé Jiménez, del cabo de Marina Antonio Sanguiñedo y de un puñado de autóctonos, a duras penas logró afirmar la soberanía española del país del Muni en el momento justo en que los alemanes se precipitaban sobre el territorio viniendo desde el norte y los franceses desde el sur", desarrolla Jiménez Fraile.
El explorador, carcomido por sus esfuerzos, regresó a España a finales de 1884 abandonando para siempre aquella jungla que se nutría de su vida. Después de firmar más de 300 pactos con los caciques nativos, ni si quiera le preguntaron a Iradier su opinión sobre las fronteras en la Conferencia de París de 1900 en la que se concedía a Madrid la posesión de Guinea. En 1887 publicó su obra África, donde detalló, incluso con admiración, multitud de detalles y creencias de las poblaciones de Guinea. Hoy una calle, una plaza y una placa le recuerdan en su Vitoria natal, pero, entrado el nuevo siglo, quiso desentenderse de África.
En España se curtió en mil trabajos como empleado de varias compañías madereras y de ferrocarriles además de dedicar sus esfuerzos a inventar diferentes artilugios fotográficos, métodos de impresión y contadores de agua sin lograr grandes beneficios.
Terminó muriendo retirado en Valsaín, Segovia, buscando algún descanso a su cuerpo deshecho. Bajo la sombra de sus pinos era un hombre abatido acompañado de una mujer deprimida que le había seguido a los confines del mundo. Murió el 19 de agosto de 1911. Pocos días después su viuda le acompañaría una vez más en su largo viaje. "Este bosque me recuerda aquel otro en el que dejé mi salud y mis ilusiones", escribió el aventurero, incapaz de desligarse de las brumosas aguas del golfo de Guinea en cuyas sombras moraba el fantasma de su hija.