Acaba agosto y, quienes hemos tenido la suerte de tomar vacaciones, volvemos a la rutina laboral. El curso político empieza fuerte. Uno de los temas más polémicos que están encima de la mesa es la subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI), una medida de política económica muy aplaudida por los votantes.
Se suele presentar como una mejora en la calidad de vida de los trabajadores, especialmente de los más débiles: los jóvenes, los inmigrantes. En la situación actual en la que sobrevuela la amenaza de inflación, podría entenderse mejor esta subida.
La teoría nos dice que, si se fija un precio legal del trabajo por encima del precio establecido por la convergencia de la oferta y la demanda, lo normal es que aumente el desempleo. También nos dice que quienes tienen más que perder son los trabajadores más vulnerables: jóvenes e inmigrantes.
No obstante, quienes defienden el SMI afirman que se pueden tomar medidas que activen la creación de empleo y compensen esa tendencia. Es posible. Pero ¿es real? ¿Lo es en un país con un mercado de trabajo esclerotizado?
Empecemos por los aspectos coyunturales. Nuestro panorama laboral desde hace un año y medio tiene nombre propio: ERTE. Una medida que trataba de aliviar a las empresas y de asegurar que los trabajadores no se iban a ver tan salvajemente perjudicados por los efectos de la pandemia y el confinamiento.
Nuestro panorama laboral desde hace un año y medio tiene nombre propio: ERTE
Los ERTE se fueron prorrogando a la espera de que la situación mejorara. Porque salir del ERTE significa volver a aumentar los costes de las empresas hasta el nivel previo a marzo del 2020. Además, es necesario recordar que no se puede despedir a un trabajador que ha estado en ERTE hasta un año después.
Por lo cual, si una empresa recupera la normalidad y debido a que no está lo suficientemente fuerte, porque no ha recuperado el volumen de negocio, tiene deudas que se ha visto obligada a asumir para no cerrar, o por cualquier otra razón, ha de hacerse cargo de ese sobre coste. Es cierto que todos los agentes económicos eran conocedores de estas condiciones desde el principio. Pero también es cierto que , de todos modos, muchas empresas se van a ver abocadas al cierre, o al menos, van a ver peligrar su supervivencia.
¿Es el mejor momento para subir el SMI? Probablemente, no. Los empresarios de este país tendrían que sumar ese coste extra al derivado de la suspensión de los ERTE. Y lo harían en medio de un ambiente en el que, a pesar de las vacunas, aún rezuma incertidumbre en el mercado.
La salida de la crisis no viene acompañada de la estabilidad política internacional que sería deseable. Los fondos europeos, a pesar de la importancia estratégica que tienen, no son un crecepelo milagroso. Tienen que emplearse en el objetivo adecuado, de la manera adecuada y en el momento adecuado.
La salida de la crisis no viene acompañada de la estabilidad política internacional que sería deseable
Por otro lado están los aspectos estructurales. Nuestro mercado de trabajo es rígido. Nuestro sistemas educativo no está diseñado para mejorar esta situación. La politización, el trasiego de medidas que atienden exclusivamente a cuestiones partidistas nos hunden más que nos salvan.
Y nos encontramos, dicen los economistas que señalan tendencias, en plena transformación digital, asistiendo a la revolución robótica, a la incorporación de la Inteligencia Artificial (IA) al mercado de trabajo de manera mucho más intensiva que hasta ahora. Y esto va a afectar irreversiblemente el mercado laboral global.
Una de los economistas más conocidos en el análisis de estas repercusiones es Daniel Susskind, profesor de la Universidad de Oxford, como su padre Richard Susskind, con quien escribió el libro que le dio a conocer en 2015, El futuro de las profesiones. Cómo la tecnología transformará el trabajo de los expertos humanos.
En él, los autores explicaban cómo el progreso tecnológico haría desaparecer profesiones tradicionales como médico, abogado o profesor. En su libro del 2020, A World without Work, aún si traducir, Susskind va mucho más allá y se plantea un panorama en el que no hará falta trabajar y todo el mundo tendrá suficiente para vivir porque, si aprendemos, los humanos lograremos redistribuir "la tarta" y que haya para todos.
En sus declaraciones afirma que "no nos bastará con formar a la gente para que adquiera nuevas habilidades, también vamos a tener que pensar en estos conceptos de significado, identidad y propósito". ¿Está el mercado de trabajo español listo para esta transformación? ¿Está nuestro sistema educativo preparado para la enorme criba que va a ser necesaria?
Claramente, no. A pesar de las buenas intenciones de este brillante analista cuyo mundo se circunscribe a la academia, el buenísimo que nos acompaña desde hace décadas de la mano de un Estado de bienestar que no es benefactor, ni asistencial, sino perversamente extractivo, hace imposible ese reparto milagroso. Un mundo dividido en dos.
Por un lado, los países que lograron incorporarse al futuro Susskind. Por otro los que no lo logramos. En el primero, suenan violines. En el segundo, seguimos encerrados en el bucle de la miseria subvencionada.
Lo que le falta por integrar al joven Susskind es el rol que los gobiernos van a desempeñar. Especialmente los gobiernos con una deuda astronómica y unos presupuestos desencajados. ¿Van a tener oxígeno financiero para reformar el sistema educativo? ¿Para acompañar a los trabajadores en el peregrinaje hacia el futuro digital? ¿Para reformar el mercado de trabajo y hacerlo tan flexible que los puestos de trabajo obsoletos desaparezcan pacíficamente?
España, previsiblemente, y por desgracia, se quedará atrás, en "el otro mundo". El de los países deudores, poblados por políticos de tres al cuarto, y una población que solamente se salva escapándose.