El momento y la intensidad con la que debe aplicarse una política económica capaz de crecer de manera estable y sostenida junto al miedo a que esa iniciativa haga perder las siguientes elecciones son dos dilemas clásicos que han pesado, pesan y pesarán sobre el ánimo de los gobernantes.
Este temor cobra especial intensidad cuando un gabinete entrante se encuentra con una economía con grandes desequilibrios y en una situación de aparente buena salud. Esta es de alguna forma la tesitura a la que se enfrentará el próximo gobierno de España.
Para empezar las medidas más importantes, de mayor alcance impulsadas por un nuevo gobierno, han de aprobarse y comenzar a ponerse en marcha en los primeros cien días de su mandato, tal y como escribió M. Friedman en su libro La Tiranía del Estatus Quo.
Este era el tiempo afirmaba don Milton que las fuerzas derrotadas en los comicios tardan en digerir su derrota y ser capaces de comenzar a plantear una oposición eficaz al ejecutivo. Por añadidura, actuar rápido es aún más importante para los gobiernos que no cuentan con una mayoría parlamentaria propia, sino que han de contar con el apoyo de otras.
La segunda decisión, ligada en parte a la anterior, es la elección entre gradualismo y terapia de choque, término que da pavor a muchos cuando es sólo una forma de referirse a la velocidad a la que deben realizarse los cambios. En este supuesto, la experiencia demuestra que los planes económicos no graduales son más eficaces.
Por un lado, los efectos de las políticas tardan en surtir efecto y las gradualistas se enfrentan tanto a la posibilidad de ser paralizadas en la “guerra de guerrillas” parlamentaria, e incluso social, como a no conseguir los efectos deseados antes de la terminación del mandato. En otras palabras, el gradualismo acarrea mayores costes que beneficios.
El tercer punto crítico es la profundidad del programa económico que el gobierno quiera aplicar. La idea según la cual las grandes reformas conducen a desatar movilizaciones populares contra ellas es cierta en muchas o algunas ocasiones, pero son inevitables.
Un gobierno del centro derecha no hay duda alguna que hará arder las calles ante cualquier iniciativa
En España, por ejemplo, una victoria seguida de gobierno del centro derecha no hay duda alguna que hará arder las calles ante cualquier iniciativa del gabinete que suponga no ya hacer una “revolución”, sino cambiar cualquier cosa. Puestos en esa tesitura parece mucho más rentable, a igual coste, introducir políticas radicales, entendiendo por tales las que atacan los problemas en su raíz, que parches.
Los gradualistas y parcheadores suelen justificar su actuación en clave de una falsa sabiduría convencional; al saber que esta línea de acción es mejor para ser reelegido. Pues bien, este enfoque que sigue dominando el pensamiento estratégico de buena parte, de la mayoría de los dirigentes occidentales, no sólo es discutible sino que carece de respaldo fáctico. No es cierto que quienes hacen los deberes con mayor aplicación se enfrenten cuando terminan su tarea a ir a la oposición.
En un trabajo clásico, Albert Alesina -un magnífico economista recientemente fallecido- en su mejor momento intelectual hizo un sencillo ejercicio. Realizó un análisis de los resultados electorales cosechados por los Gobiernos en 19 países de la OCDE durante 30 años con tres baremos de análisis: ante una delicada situación presupuestaria qué países habían desplegado planes de estabilización agresivos acompañados de reformas estructurales, cuáles no lo habían hecho o cuáles lo habían hecho sólo a medias.
Las conclusiones de la investigación fueron claras: el 80% de los gabinetes que habían optado por la alternativa “dura” habían sido reelegidos, mientras quienes habían optado por cualquiera de las elegido las otras dos fórmulas habían sido desalojados del poder (Alesina A, Carloni D. Leer G., The Electoral Consequences of Large Fiscal Adjustments, NBER, 2011).
Ese antintuitivo resultado no lo es. Un gobierno que, al comienzo de su mandato se compromete a reducir de manera significativa el gasto público para reducir el binomio déficit-deuda y lo hace, al tiempo que introduce con rapidez políticas destinadas a liberalizar e incentivar la oferta productiva, cambia de manera radical las expectativas de los agentes, acelera la recuperación de la economía y permite llegar al final de legislatura con aquella en una clara senda de expansión equilibrada y sostenible.
Esta es la lección básica que avala el recurso a la disciplina macro y a las grandes reformas micro como un medio no de perder sino de obtener la victoria en las contiendas electorales.
No es cierto que quienes hacen los deberes con mayor aplicación se enfrenten cuando terminan su tarea a ir a la oposición
Desde esta perspectiva, quienes serían unos políticos o gobernantes menos sagaces no serían aquellos calificados de teóricos o maximalistas, sino los adornados con la aparente virtud del pragmatismo y del tacticismo cortoplacista o aquellos otros que creen posible resolver los problemas económicos con parches.
Una muestra del fracaso de quienes recurren a ese expediente es el del Presidente Macri en Argentina o el del Gabinete británico del período 1994-1999. En el lado contrario se encuentran los grandes planes de estabilización presupuestaria y reformas estructurales de, por ejemplo, Suecia 1994-200, Canadá 1993-1997 o Finlandia 1993-1998, y que se tradujeron en la reelección de los Gobiernos ortodoxos.
Estas experiencias deberían ser muy tenidas en cuenta por aquellos a quienes las urnas concedan el triunfo el próximo 23 de julio.