Este nuevo año, 2024, nos ha traído un nuevo conflicto europeo: el del sector agrícola. Los agricultores se han puesto en marcha y han sacado los tractores a la calle y a las carreteras. No ha sido un fenómeno local, las protestas afectan a varios países como Italia, España, Rumania, Polonia, Grecia, Alemania, Portugal y Países Bajos.
En España, tras avisar convenientemente, las protestas empezaron el 6 de febrero. Pero en otros países como Países Bajos, Alemania, y especialmente, en Francia, llevan ya un tiempo. Ha habido 91 detenidos en Francia cuando los agricultores, no solamente bloquearon las arterias principales que comunican París con las provincias, sino también uno de los centros de distribución de alimentos más importantes.
“El campo no da para vivir” es la frase que más resuena allí y aquí. No es nueva, la llevo escuchando desde mi infancia a mi familia jienense.
Desde la gran ciudad, los “capitalinos” sabemos que reciben subvenciones, que la Política Agrícola Comunitaria les favorece y que queremos que la comida sea buena, bonita y barata. Los economistas liberales siempre hemos mantenido que si tu actividad no es rentable, no puedes obligar al resto de los ciudadanos a subvencionarla, en detrimento de aquellas que sí lo son.
Al fin y al cabo, qué hay de malo en importar productos de fuera si son mejores y más baratos que los nuestros. Ahora bien, hay que poner encima de la mesa que no estamos hablando de libre comercio y que sería conveniente analizar por qué no es rentable la producción agrícola.
Las protestas afectan a varios países como Italia, Rumania, Polonia, Grecia, Alemania, Portugal y Países Bajos
Así que, después de leer lo que algunos agricultores activos en redes sociales tienen que contar, me gustaría matizar mi postura. Una señal de alarma para mí ha sido que los sectores más afines al Gobierno, especialmente los sindicatos al servicio del poder, han acusado a los hombres y mujeres del campo de ser señoritos y afirman que es una huelga de empresarios.
Algunos medios señalan que los tractores son nuevos, algún periodista pregunta a una agricultora si ella lleva los papeles al marido o conduce un tractor, se hacen chascarrillos a su costa en algunas tertulias manñaneras. Este tipo de despropósitos me lleva a concluir que las razones por las que protestan son sólidas, porque de lo contrario, los medios de comunicación estarían señalando sus debilidades.
Decir que los agricultores son empresarios señoritos en un país como España es un chiste. Tal vez se piensan que la España vaciada lo está porque no les llegaba la conexión wifi a sus móviles de 500 euros. El campo es uno de los negocios más desagradecidos que hay.
Las empresas agrícolas han ido desapareciendo, los minifundios se sostienen a duras penas y la rentabilidad no es alta. Los jóvenes se van porque no les merece la pena. La empresa agrícola depende de la naturaleza, que es impredecible y lo mismo te trae la lluvia cuando corresponde, que una plaga que arruina la cosecha.
Es decir, los ingresos no son previsibles. Por otro lado, los gastos fijos son muchos. La maquinaria y los productos químicos son caros. Son procesos de producción complejos, en los que la innovación tecnológica es muy costosa y cuyo retorno es incierto.
Decir que los agricultores son empresarios señoritos en un país como España es un chiste
Mis interlocutores son dos agricultores, pequeños empresarios, que trabajan la tierra con sus manos, con la azada o el tractor. Tomy es cordobés y se dedica al aceite. Antonio es valenciano y, además de criar gallinas autóctonas, se dedica al naranjo y otros frutales, en un minifundio familiar. Les separan muchas cosas, pero me cuentan lo mismo, por separado.
Lo primero, que no es una protesta política, ni es un postureo, ni quieren ocupar la Moncloa. No están al servicio de nadie, ni hablan en nombre de ningún partido o facción. Quieren vivir de su trabajo. Lo segundo de lo que me hablan ambos es de la importancia de las cláusulas espejo. Es decir, exigen que se le impongan las mismas regulaciones a los productos importados que a los nacionales.
Aparte de la burocracia europea o la dificultad de que las ayudas lleguen a quienes debería llegar, una queja mayoritaria es el encarecimiento de la producción agrícola debido a las normas fitosanitarias europeas. En realidad, estas regulaciones funcionan como un arancel interno para la producción española, y explica que los consumidores compremos naranjas marroquíes antes que las de Antonio.
Pero comprar naranjas o aceite marroquíes no es lo mismo que comprar naranjas aceite a empresarios marroquíes. Porque muchos compañeros de Tom y de Antonio han comprado terrenos en Marruecos, donde pueden cultivar sin tanta traba y luego exportan los productos a España. Es una solución racional que señala lo irracional e ineficiente de la regulación.
La solución de la Unión Europea es compensar esas pérdidas con ayudas. Pero, si el sentido de la regulación es mirar por la salud del consumidor, y asegurar que va a consumir productos agrícolas de primera calidad, ¿por qué consentir que entren productos no regulados, que se suponen que no son sanos, a la Unión Europea?
Además de la UE, hay regulaciones específicas de cada país que entorpecen, más o menos, la producción prohibiendo una lista más larga de productos que sirven para evitar plagas.
El libre mercado no es esto. Esto es un mercado regulado en el que se utiliza torticeramente la bandera de la salud de los consumidores para cumplir un canon establecido por los burócratas de Bruselas, y se ahoga el sector primario español y europeo.
No es el único punto que plantean los agricultores. Tal vez, en lugar de reírse de ellos e los informativos, o de asociarles a ninguna facción política, se les debería escuchar. No son unos fanáticos ignorantes, son quienes nos dan de comer. Y con las cosas del comer, señores de Bruselas, no se juega.