Decir que España tiene un enorme problema demográfico es no decir nada nuevo. Todos lo sabemos y a todos nos preocupa. Especialmente porque, teniendo en cuenta la baja productividad laboral, la baja inversión y el mal dato de innovación empresarial de nuestro país, la "magia" de la creciente actividad económica no se puede deber a otra cosa que a lo de siempre: turismo y deuda.

Porque el empleo y el gasto públicos no son fuente de riqueza ni de crecimiento económico sostenible. Más bien al contrario, suponen un enorme lastre para las generaciones que nos suceden, que son cada vez menos numerosas.

Esta semana ha salido las cifras de empleo del pasado mes de agosto. La cosa no ha ido bien. Aunque el aumento del desempleo no es alarmante, la caída de afiliaciones a la Seguridad Social se acerca a los doscientos mil. ¿Cuál es la diferencia entre esas dos medidas? El paro únicamente mide si los desempleados siguen o no apuntados a las listas del Servicio Público de Empleo Estatal.

De manera que, si una persona deja de aparecer en esa lista, puede que sea porque ha encontrado trabajo, pero puede ser por otros motivos, como que se le haya agotado el periodo de recepción del subsidio o que hayan emigrado.

Por otro lado, los datos sobre afiliación se refieren a todas aquellas personas cuya relación con la Seguridad Social es de alta por razón de su trabajo (población ocupada). No incluyen los que cotizan por otros motivos, como quienes reciben prestaciones de desempleo, convenios especiales o prestación sanitaria quienes están de baja.

Pero, además, hay que matizar estos datos y considerar el notable aumento del pluriempleo y el empleo público. España sigue a la cola en lo que se refiere a los datos de paro, a pesar de cambios en la manera de contar parados para esconderlos.

No obstante, hay un dato que suele pasar desapercibido y a mí me parece crucial. Se trata de la destrucción de empresas cotizando. En julio, la caída fue de 11.200 empresas menos. Y desde que Sánchez llegó a la Moncloa. 51.500 empresas menos. Es un hecho muy grave.

Esta semana ha salido las cifras de empleo del pasado mes de agosto. La cosa no ha ido bien. Aunque el aumento del desempleo no es alarmante, la caída de afiliaciones a la Seguridad Social se acerca a los doscientos mil.

En el año 2021, según datos de Eurostat, el número de empresas creadas, como porcentaje del número de empresas activas era de un 9%, por debajo de la media europea. En ese mismo año, el número de empleados tras el primer año desde la creación de la empresa era un 25% mayor (frente a un 37% de media en la Unión Europea), y tras cinco años, el número de empleados había aumentado un 60% (frente a un 88% de media en la Unión Europea).

Es relativamente normal, teniendo en cuenta que nuestro coste laboral para el empresario es de los mayores de Europa. Los empleadores se lo piensan mucho antes de contratar porque no tienen incentivos para hacerlo.

Eso sí, no tardan en levantarse voces contra aquellas empresas que deslocalizan la producción para reducir sus costes laborales. Unas voces que, tal vez, no se den cuenta de que no es que el empresario español quiere explotar al trabajador, lo que no quiere es que el Estado le aplique un sobrecoste laboral que el trabajador tampoco recibe.

Y, desde luego, la cantinela de que esos ingresos van a servicios para todos es cada vez menos creíble, habida cuenta del dinero que se gasta este gobierno en asesores, más de novecientos, es decir, 320 asesores más de los que había cuando Sánchez llegó a la Moncloa en el año 2028. El Gobierno gasta en altos cargos y asesores 132,7 millones de euros.

También resulta poco creíble si observamos la situación del transporte ferroviario en España, con el ministro Puente a la cabeza de los escándalos del verano, cuyo mal funcionamiento e incidentes que han afectado a miles de personas se deben, al parecer, a que no hay repuestos suficientes. Una vergüenza. 

Las políticas recaudatorias extractivas del gobierno no favorecen la iniciativa empresarial, la generación de capital financiero para las empresas y, por ende, la innovación. Y este aspecto es importante.

Es relativamente normal, teniendo en cuenta que nuestro coste laboral para el empresario es de los mayores de Europa. Los empleadores se lo piensan mucho antes de contratar porque no tienen incentivos para hacerlo.

Porque nos encontramos en un momento en el que las nuevas tecnologías están rompiendo los moldes del sistema productivo en actividades económicas muy relevantes. Esa nueva "revolución", que será industrial o no, tiene que ser liderada por profesionales jóvenes y financiada por capitalistas ahorradores. Y no hay incentivos ni para unos, ni para los otros.

Los salarios en España son bajos, la vivienda está imposible, la posibilidad de salir adelante los jóvenes es cada vez más complicada y, con toda razón, el que puede, se va donde innovar no sea una pesadilla. Porque innovadores hay, pero falta un sistema económico que favorezca la creación de modelos de negocio que catapulten esa innovación. Y ya saben, aquí se premia la deuda y se penaliza el ahorro y la inversión.

La salud de nuestras empresas se va a ver afectada el próximo otoño que está por llegar por la previsible subida de impuestos, gracias a las concesiones a los independentistas catalanes. La demografía empresarial, por tanto, no parece que vaya a mejorar. Ni la humana. Eso sí, faltará tiempo para que, quienes no arriesgan nada porque viven de los demás, salgan a la calle reclamando que no vengan empresas e inversores extranjeros, y que el gobierno subvencione a las de aquí.

No importa si eso es un potencial foco de corrupción. O lo que es peor, pedirán que el Estado sea el proveedor único de bienes, servicios financieros, comunicaciones, energía y educación. No importa que la historia nos demuestre la miseria que acarrea la centralización del poder económico, y que de la pobreza se sale gracias al capitalismo.