Ana Paula despliega la pancarta con la foto de su hijo, la tiende en el suelo y antes de levantarse, la limpia con la mano y le da un beso. Junto a ella, frente al palacio de justicia de Río de Janeiro, varias madres extienden otros retratos de adolescentes víctimas de la violencia policial. Todas acuden, con la solidaridad espontánea de la manada, al juicio por la muerte de una de sus criaturas. Esta vez se trata de Jonathan, hijo de Ana Paula, muerto a manos de dos policías en una favela el 14 de mayo de 2014.
A Jonathan, que tenía 19 años, le atravesó un tiro por la espalda de un policía, según varios testigos. El autor de los disparos sigue trabajando normalmente. Su madre, hoy con 39 años, peregrina de audiencia en audiencia para que la escuchen: “Como siempre, la policía dijo que mi hijo era sospechoso. Yo hoy estoy en este tribunal para pedir justicia, para que no quede impune su muerte, sobre todo porque no es un caso aislado. Ocurre todos los días en todas las favelas de Río”.
Aunque pueda parecer una exageración, en realidad Ana Paula se queda corta. Según datos oficiales, 580 personas murieron en el estado de Río a manos de la policía en 2014. En 2015 fueron 645. Y lo que es peor, la tendencia sigue creciendo. Amnistía Internacional (AI) ha llamado la atención sobre el incremento de muertes a manos policiales en las últimas semanas: 40 en la ciudad carioca solamente en el mes de mayo, según la ONG, que cita datos del Instituto de Seguridad Pública.
La proximidad de los Juegos Olímpicos no hace sino dejar en peor lugar a la fuerza pública de la ciudad, una de las más letales del mundo, según Atila Roque, director ejecutivo de AI en Brasil: “Las cifras antes del gran evento deportivo representan un fracaso de las autoridades a la hora de proteger el más fundamental derecho humano, el derecho a la vida”, afirma Roque.
Ana Paula, la madre de Jonathan, lo dice de una manera más sentida, en la puerta del juzgado y mirando a los ojos con los suyos, aún hoy, vidriosos. “El policía que mató a mi hijo sigue libre e impune, mientras yo estoy condenada a vivir el resto de mis días sin él. Lo mínimo que me puede dar el Estado como respuesta es justicia”. No es lo habitual que ocurra, pero la impunidad empieza antes, en la pasividad ante las muertes: en Brasil apenas uno de cada diez homicidios son llevados ante un juez. Cuánto más si es por una acción de los cuerpos del Estado.
“Bandido bueno, bandido muerto”
No hay país en el mundo sin guerra declarada donde mueran más seres humanos que en Brasil, según las estadísticas: 59.000 personas murieron por acciones policiales en 2014 -la misma cantidad de gente que vive, por ejemplo, en la ciudad de Ávila-. De ellos, 31.000 –más de la mitad- tenían entre 15 y 29 años, de los cuales el 77% eran negros. Dicho por expertos, la masacre de jóvenes es la peor tragedia para el país desde la esclavitud. Y siempre con el mismo perfil: “Negros, pobres, de sexo masculino, con baja escolaridad y habitantes de áreas marginales”, dice el español Ignacio Cano, coordinador del Laboratorio de Análisis de la Violencia de la Universidad Estadual de Río de Janeiro. En ese arquetipo se encuadran los hijos de esas madres arrasadas por el dolor que se reúnen para darse fuerza y consuelo.
A Hugo Leonardo, hijo de Fátima Silva, lo ejecutaron, de rodillas, a las 4 de la tarde del 17 de abril de 2012, en la puerta de una guardería en la favela Rocinha, la más grande de Latinoamérica. Oficialmente, por resistencia a la autoridad: un tiro en el abdomen y otro en la cabeza. “Mi hijo no usaba armas ni drogas, y fue asesinado como si fuese un traficante”, dice esta mujer de 59 años, pelo rosa y rostro arrugado.
“Soy favelada con mucho orgullo y voy a seguir buscando la justicia junto al resto de madres. Nos damos fuerza unas a las otras”, asegura Fátima, quien afirma haber tomado coraje tras el revuelo social alrededor de la desaparición de Amarildo, un albañil de su misma favela que, hoy se sabe, fue asesinado por policías tras haber sido torturado. Los responsables están presos en ese caso, pero sigue siendo una excepción, según las familias: “Ellos saben que todo esto queda impune”, dice lacónica la madre de Hugo Leonardo.
En Río conviven un sinfín de realidades englobadas den dos contextos: el morro y el asfalto, la favela y la ciudad formal. Lo que el periodista Zuenir Ventura denominó como “ciudad partida”. Una en la que los usos y costumbres se asemejan a los estándares de vida de un país desarrollado, y otra en la que, además de la renta baja, impera un poder paralelo, ya sea el tráfico o la milicia (grupos de expolicías y militares que extorsionan a los vecinos).
La tercera en discordia es la policía, que ante la tesitura diaria de enfrentarse a los otros, dispara muchas veces antes de preguntar. La dialéctica del “bandido bueno es el bandido muerto”, tan extendida en Brasil, ha provocado, según las familias, que su lucha no encuentre más eco que la de los colectivos sociales. La nula empatía social viene provocada, se critica, por la sospecha permanente con base en los prejuicios por el color de la piel y el hecho de vivir en una favela. “El que muere es joven y negro, lo que deja claro cuán racista es este país. Cuando los gobiernos permiten que se cometa esa violencia deja claro que no quiere tener jóvenes negros vivos”, dice Mónica Cunha, del movimiento social Moleque.
¿Pacificación o guerra?
En el Brasil federal la seguridad pública está descentralizada, es decir, cada estado desarrolla sus políticas de seguridad ciudadana a su antojo. Río de Janeiro, escaparate del país y microuniverso con endémicos problemas de violencia, ha sido y es laboratorio de un nuevo modelo que hasta hace poco recogía elogios de todo el planeta, la llamada “pacificación”.
Hoy, ocho años después de su implantación, fenece por las contradicciones del proceso, el repunte de las hostilidades con el narcotráfico y, por supuesto, la crisis económica, que ha impactado en los destacamentos policiales en los barrios conflictivos. Las Unidades de Policía de Pacificación (UPP) han sido desde 2008 el mascarón de proa de un modelo que aboga por la recuperación del territorio por parte del Estado. Hoy hay 38 UPP, que engloban más de 250 favelas, apenas una cuarta parte de las más de mil que hay en Río.
A diferencia de otros lugares de la región, en Río no hay grandes grupos o cárteles de narcotraficantes que saquen rédito de la producción, porque normalmente llega lista para vender. Ese aspecto y la orografía de la ciudad –cientos de pequeñas montañas copadas por barrios informales- hacen que el tráfico, como es denominado en Brasil, esté atomizado. En cada favela hay un grupo, normalmente de jóvenes nacidos en el mismo barrio, del que nunca salen y al que defienden (más al negocio que al propio barrio) a base de balas.
Demasiadas armas, demasiados jóvenes desocupados y un poder territorial en disputa. Ese es el cóctel inicial de la violencia diaria en las favelas cariocas, y en esa mezcla la policía mata sin saber muchas veces a quien se lleva por delante. Las autoridades reconocen la altísima letalidad policial, pero defienden el trabajo de un cuerpo “en guerra”: “La policía trabaja en su límite de estrés, que también es víctima al luchar contra criminales”, valora en su despacho Pehkx Silveira, subsecretario de seguridad del Estado de Río. Y eso a pesar de los nuevos tiempos.
La pacificación –lo admiten las propias autoridades- no busca erradicar la venta de drogas, sino despojar el poder paralelo de los barrios conflictivos de la ciudad. A diferencia del método tradicional –incursiones puntuales en los barrios a sangre y fuego, entrar, capturar o matar y salir-, con el nuevo modelo se trató de hacer la guerra sin guerra: tomar la plaza y asentar un cuartel allí dentro. Eso llevaría a dar normalidad a un barrio despojado de leyes formales y ayudaría, también, a cambiar la lógica bélica de la policía, el gatillo fácil, y sus relaciones con los vecinos.
Como se comprueba en las cifras de las carnicerías diarias, no lo consiguieron: 2.203 muertos en Brasil a manos de la policía en 2013, 3.022 en 2014. Y 294 y 398 policías muertos en esos dos años. En lo que va de año, solo en Río ya han muerto 51 policías. En décadas pasadas fue mucho peor, con cifras absolutas y tasas más altas por cada cien mil habitantes. Pero el descenso en las víctimas se ha detenido, se ha llegado a una especie de suelo macabro en el país.
Aun así, Silveira se consuela: “En 2006 la policía de Río mató a 1.500 personas. Hoy es una tercera parte. Es muchísimo, pero avanzamos. Ahora hay que convencerse de que la estrategia del enfrentamiento no es la mejor, hay que incentivar a la policía para que disminuya más y más la victimización de ciudadanos”.
El sombrío panorama post-olímpico
El 27 de noviembre de 2015 cinco jóvenes volvían a su casa en una favela en el norte de Río. Al llegar al barrio el vehículo en el que viajaban fue acribillado por una patrulla de policía. En la escena se encontraron 111 casquillos de bala, 81 de fusil, 30 de pistola. Ninguno de los cinco chavales recibió menos de diez disparos.
Carlos Eduardo, hijo de Carlos Henrique da Silva, tenía 11 balas alojadas en su cuerpo de 16 años. “Se acusó a cuatro policías de haber disparado. Uno de ellos ya está en la calle. Lo único que queremos es que paguen lo que hicieron”. El 17 de julio Carlos Eduardo haría 17 años y terminaría sus estudios secundarios. Lo que quería, dice su padre, era ingresar en la Marina. “Desgraciadamente no será posible”, afirma su padre. Traga saliva y espera otra pregunta.
Pero la cuestión en realidad va dirigida a las autoridades. ¿Por qué muere tanta gente y cuál es la solución? El propio subsecretario de seguridad cree que solo un plan social a gran escala podría ayudar a mitigar la violencia, por encima de las medidas coercitivas y la sangría sin fin: “Es un trabajo que no depende solo de la seguridad pública. Somos solo parte de la solución. Debe hacerse una prevención primaria desde los más niños en lugares de riesgo, una política integral”, dice Pehkx Silveira, que añade drama a la situación: “Casi 60.000 muertos al año es más que una guerra”.
La coyuntura no ayuda, precisamente, y el futuro tampoco es halagüeño por la crisis y la resaca de los grandes eventos deportivos vividos en la ciudad. Las UPP trabajan con apreturas desde hace meses, igual que el resto del funcionariado de Río. El pasado día 17 de junio, a 49 días de los Juegos Olímpicos, el gobernador en funciones de Río, Francisco Dornelles, declaró el estado de calamidad pública por la grave crisis financiera. Inmediatamente el gobierno federal liberó una partida de casi 800 millones de euros destinados, en gran parte, a mantener las estructuras de seguridad.
Pero la gente se pregunta qué pasará después de la cita olímpica: “La visibilidad que tiene Río hoy en el panorama internacional se va a acabar después del evento, la transferencia de fondos federales e internacionales también se va a reducir, así que el escenario es bastante delicado”, afirma Ignacio Cano. Y en medio de la crisis política y de corrupción, la sangría diaria tampoco es la prioridad para las autoridades, lo que lleva a un círculo vicioso sin salida aparente.