Esta es la entrevista más conmovedora que he realizado en mucho tiempo. Este hombre se llama Ilya Samoilenko, tiene 27 años, un rostro muy pálido, apuesto; parece ciego de un ojo y tiene una espesa barba negra, larga, extrañamente bien recortada. Es el segundo al mando del último grupo de combatientes que resiste en el complejo siderúrgico de Azovstal, en Mariúpol. Se encuentra a 30 metros bajo tierra, al otro lado de un enlace de videoconferencia por Zoom, iluminado por una luz mortecina y fría. Está convencido de que tanto él como sus miles de compañeros morirán en los próximos días, quizás en las próximas horas. La conversación está filmada, a continuación la resumo.

Me emociona mucho hablar con usted.

Y a mí, estoy muy contento. Usted conoció a nuestro comandante el año pasado en Mariúpol. Ha tenido palabras muy amables para usted.

¿Cómo describiría hoy la situación en Azovstal?

Igual que ayer. Igual que el día anterior y el anterior a ese. Han pasado siete días, tal vez ocho, no lo sé, parece que el tiempo se ha detenido, no distinguimos los días y las noches. Durante ocho días, la presión del enemigo ha ido aumentando, han sacado los tanques, los cañones de la flota naval, los aviones, todo.

En Occidente se dice que los rusos atacan principalmente desde el aire.

Eso era cierto antes, ahora ya no. En los últimos días, han incrementado los ataques terrestres con fuerzas especiales.

Es decir, ¿los combates cuerpo a cuerpo?

Sí, los combates cuerpo a cuerpo. Por oleadas. Y esas oleadas nos agotan. Tenemos la reputación de ser el mejor batallón del Donbás. Pero esto nos está agotando. El ritmo es infernal. No podemos seguir con ese ritmo ni recuperarnos entre asaltos.

¿Cuántos hombres calcula que tienen esas fuerzas especiales rusas?

Varias centenas. Y con el apoyo de armamento sofisticado del que nosotros ya no disponemos. Pero somos buenos moviéndonos. Conocemos cada túnel, cada recodo, cámara acorazada y blindaje de los 12 kilómetros cuadrados de esta fábrica como la palma de nuestra mano. Es nuestro territorio. No dejamos que consoliden sus posiciones.

Conocemos cada túnel, cada recodo de esta fábrica como la palma de nuestra mano. Es nuestro territorio. No dejamos que consoliden sus posiciones.

En su voz, hasta ahora abrumada, se percibe un momento de determinación y casi de euforia. Prosigo:

¿Cuál es el estado de las reservas de munición?

Ése es el gran problema. Nos queda para una semana. Tal vez dos. Pero no más. Lo mismo ocurre con los víveres y el agua. Y tampoco tenemos armamento pesado, tanques, morteros, vehículos blindados, nada de nada. La verdad es que nadie esperaba que los combates durasen tanto. Ni siquiera nosotros mismos.

Estoy en contacto con un grupo de veteranos de Washington que están planeando dirigir drones hasta la zona para reabastecer la fábrica. Informo a Samoilenko de este plan. La respuesta se interrumpe, se ve obligado a repetirla, el ruido de una detonación sorda la había amortiguado.

Ese plan no funcionará.

¿Por qué?

Por un lado, la plataforma de lanzamiento más cercana está a 150 kilómetros de distancia. Y el primer avión no tripulado que sobrevuele nuestra zona será derribado de inmediato. No. Es imposible. A menos que haya un milagro, estamos condenados. Sólo es cuestión de días.

A menos que haya un milagro, estamos condenados. Sólo es cuestión de días.

Pienso en Masada. En el gueto de Varsovia. En el Roncesvalles del Cantar de Roldán. En el heroísmo de esta guardia que, como en Waterloo, muere, pero no se rinde. Se lo digo. Asiente con la cabeza. Esas referencias le resultan familiares.

Ilya, hay una cosa que no entiendo. Si el asedio es total, ¿por qué los rusos no los dejan morir de hambre y de sed? ¿Por qué no se sientan a esperar?

Porque quieren matarnos. A todos. Uno por uno. Tenemos casos de compañeros a los que han capturado. Los han ejecutado, desafiando las leyes castrenses. Sus madres recibieron las fotos, los rusos las hicieron con los propios teléfonos móviles de nuestros compañeros. A uno lo asfixiaron metiéndole la cabeza en una bolsa de plástico en medio de un campo de centeno.

Le pregunto si puedo tener acceso a esas fotos.

Se las haremos llegar, pero tiene que entender una cosa: nuestra resistencia los está volviendo locos. Sin nosotros, el 9 de mayo habrían declarado la victoria en Mariúpol. Somos la china en el zapato de Putin. La espina que tiene clavada en la garganta. Un símbolo que quiere destruir.

Para el mundo, ustedes son héroes

Bueno, héroes... Parece que es lo que dice la gente, pero no. Lo que somos es soldados. Tenemos órdenes. Y obedecemos.

¿Qué órdenes tienen exactamente?

Resistir. Resistir un poco más. Una semana más. Y otra. El Estado Mayor sabe que cada día ganado es un día perdido para el agresor. Y el pueblo ucraniano nos observa. Mientras nosotros resistamos, ellos resisten. Si nos rendimos, será un mazazo.

Lo dice con un aire de naturalidad, sin ningún orgullo en particular. Repite:

Todos los que estamos aquí hemos visto de cerca la muerte, pero nuestra vida no vale nada. Lo que importa es Ucrania. Y Ucrania debe ganar. Para ello tenemos que resistir. Y luego morir. Lo único que no podemos hacer es ceder, rendirnos. Hay muchos frentes abiertos en Ucrania en los que nuestro ejemplo infunde valor. No tenemos derecho a perder eso de vista. Ocupamos una posición histórica.

Objeto que los héroes no están predestinados a morir; defiendo que son más útiles a su pueblo vivos que muertos. Lo admite, pero casi a regañadientes.

Es cierto que aún tenemos cosas que compartir, experiencia de combate, una historia. A Ucrania no le faltan héroes, pero los patriotas de sangre joven todavía tienen que aprender.

Nuestra vida no vale nada. Lo que importa es Ucrania. Y Ucrania debe ganar

La línea se corta. Vuelvo a llamar.

Para que pueda llegar todo eso, Ilya, tiene que sobrevivir. Sus hermanos de armas, el Estado Mayor, deben encontrar una manera de sacarlo de ahí.

Ay, el Estado Mayor... ¡Nos levantarán un monumento precioso!

No, no es así. En Kiev, salvar su batallón se ha convertido en una prioridad estratégica.

Parece sorprendido, pero alcanzo a ver un destello de alegría juvenil en su ojo más vivo.

Tal vez. Gracias. Es cierto que nuestro comandante ha hablado con el presidente Zelenski en varias ocasiones en las últimas dos semanas. Pero no podemos bajar la guardia. Han muerto demasiados compañeros. Cientos. No pueden haber muerto en balde.

Lo entiendo. Pero una operación de rescate, una extracción, ¿por qué no?

Esas cosas no existen. Preferimos morir antes que tener que sufrir la humillación de rendirnos. La palabra rendición no está en nuestro diccionario.

La misma fórmula, curiosamente, que la del joven Masud, el día después del 16 de agosto, cuando me concedió su primera entrevista y desmintió estar en negociaciones con los talibanes. Esboza una leve sonrisa. Cambia el tono.

Sin embargo, también hay buenas noticias.

Hace una pausa, mira hacia arriba: parece que, de repente, le cuesta respirar.

Preferimos morir antes que tener que sufrir la humillación de rendirnos. La palabra rendición no está en nuestro diccionario

¿Buenas noticias?

Sí. Ya no hay civiles.

Repite, explicándolo todo.

Hemos evacuado a los civiles. Ahora es más fácil. No quedan por aquí inocentes cuyas vidas corran peligro por nuestras operaciones. Ahora ya no estamos atados de manos y podemos luchar.

¿Cómo está la moral de sus hombres?

Bien. Tienen el peso del país sobre sus hombros y no tienen elección. Tienen que seguir manteniendo la moral alta y resistir. El problema son los heridos...

¿Cuántos hay?

Varias centenas. Deberían ser evacuados. Pero los rusos se oponen. Así que se quedan aquí. Dan vueltas en círculos. Se están consumiendo. A mí también me han herido varias veces.

¿Tienen médicos?

Médicos militares. No tienen el material necesario. Sólo pueden dar curas de urgencia. Pero hacen milagros. Cuando hay un agujero, lo tapan. Si algo se rompe, lo atan. Y los hombres vuelven a la batalla, temblando por las fiebres, con un ojo machacado, un miembro amputado, con las muletas y las vendas.

No hace falta decir que también tiene muertos...

Por supuesto que sí.

¿Se les rinden honores? ¿Pueden enterrarlos?

Celebramos una ceremonia militar, pero no podemos darles sepultura. Lo haremos, algún día, ese es también nuestro deber. Sin embargo, por ahora, los conservamos en una gran nevera al fondo de un sótano. Solo que...

De nuevo, mira hacia el cielo, como si la información fuera sensible.

Solo que el enemigo atacó y destruyó esa cámara frigorífica. Desde entonces, vivimos entre los muertos. Son nuestros compañeros. Esperamos que, algún día, después de nosotros, alguien se ocupe de ellos.

La voz se quiebra, los ojos se empañan, la tez se le vuelve cerosa.

Y luego —continúa— están los compañeros cuyos cuerpos no podemos recuperar. Cayeron entre las líneas de fuego. El enemigo nos impide acceder para recoger sus cadáveres.

Para quienes, como los rusos, quieren ser los hijos mayores de la ortodoxia, esto es un pecado.

Se ríe.

¡No se dejan ni uno!

Es cierto. Pero ¿a todos estos popes que apoyan la guerra, bendicen los misiles, etc., este sacrilegio no los perturba?

La otra semana, un convoy de popes ucranianos se presentó en el acceso oriental de la ciudad. Habían venido a recoger cadáveres para que no acabaran siendo pasto de los perros. El enemigo fingió dejarlos pasar. Luego saquearon el convoy, robaron los coches y dejaron que los cadáveres se pudrieran.

¿Hay algún judío entre los muertos?

Por supuesto que sí. Aquí hay gente de todos los credos. Entre ellos, judíos. Hombres orgullosos y buenos luchadores.

"No se crea la propaganda rusa. El batallón ha cambiado. Se ha purgado de su oscuro pasado"

Conozco la problemática reputación del batallón. Sé que, en sus inicios, como todos los movimientos de resistencia del mundo, recogió todo lo que pudo y aceptó a todo aquel que pudiese manejar un arma, incluidos elementos de la extrema derecha. Es como si me leyera la mente.

No se crea la propaganda rusa. El batallón ha cambiado. Se ha purgado de su oscuro pasado. En lo único en lo que ahora mismo es radical es en la voluntad de defender radicalmente a Ucrania.

Lo sé.

Gracias. Y sabemos lo que significa para los judíos no estar bien enterrados. Haría falta un rabino.

¿Me autoriza a decir esto públicamente?

Por supuesto que sí.

¿Para llevar su mensaje a Israel?

Por supuesto que sí. Son nuestros hermanos. En Israel se sabe de la lucha y de la muerte.

No me gusta el tono de resignación sacrificial que está tomando la conversación. Repito:

Morir no es un imperativo. Hay peticiones, en Estados Unidos, en Europa... Hay un movimiento en marcha, liderado por sus esposas, que dice que hay que salvar Azovstal.

De nuevo, un destello de alegría triste en su mirada doliente.

Gracias, pero ya es demasiado tarde. Ahora ya nadie puede hacer nada por nosotros.

Insisto:

Imagine una gran potencia. Francia, por ejemplo. Garantizaría su evacuación con honor.

¿Con nuestras armas?

Por supuesto, con sus armas. Dejarían Azovstal con sus propias armas, con honor. La comunidad internacional lo organizó hace 40 años para los palestinos de Beirut.

¿Y conservaron sus armas de mano?

Parece incrédulo.

Creo que sí. Y, sin embargo, entre ellos había terroristas.

Niega con la cabeza.

Putin dice que nosotros también somos terroristas.

Tal vez sí. Pero no se lo dice a Macron. Para un francés o un estadounidense su valentía recuerda a la de quienes resistieron contra Hitler.

Asiente con la cabeza. Me deja contarle la historia de Yasir Arafat embarcando en un navío mercante bajo la protección de 2500 soldados franceses, estadounidenses e italianos. Me permite susurrar, a quien quiera escuchar, la idea de un barco para Mariúpol, escoltado por una fuerza nacional o internacional. ¿Lo que hicimos por los palestinos no lo vamos a hacer por estos verdaderos valientes que mueren por Europa, los condenados de Azovstal, que siguen bajo tierra? La comunicación se interrumpe de nuevo. La conversación se vuelve entrecortada. Confusa. Sé lo que tengo que hacer. El comandante Ilya Samoilenko cuelga.

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