Hoy se cumplen veinte años de la clonación del primer mamífero: la oveja Dolly. El acontecimiento no se anunció hasta unos meses después y recibió, tanto dentro como fuera de la comunidad científica, un aluvión de elogios y de críticas. La revista Science lo consideró el avance científico más importante del año, pero también hubo quienes dieron la voz de alarma poniendo el énfasis en el escaso valor práctico de ese logro y en los riesgos de rebasar los límites de la ética al acercar la ciencia hacia la clonación de seres humanos.
No por casualidad, la UNESCO publicó inmediatamente la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos, que ratificó la Asamblea General de las Naciones Unidas. Ese documento advierte contra "las prácticas que sean contrarias a la dignidad humana, como la clonación con fines de reproducción de seres humanos".
Dos décadas después podemos decir que la clonación en animales sigue siendo dificultosa y problemática. La escasa tasa de éxitos, unido a los costoso de los experimentos, ha dejado un tanto aparcada esa línea de investigación. La realidad es que la ciencia aún está lejos de poder clonar seres humanos.
Eso no quiere decir que la nueva genética no vaya a seguir planteando problemas éticos y biomédicos, pues se mueve en un terreno movedizo: la eugenesia, la figura del científico como creador de vida en el laboratorio sin necesidad de emplear ni óvulos ni embriones, el significado por tanto de la reproducción, el concepto de familia, la idea de identidad...
La clonación sí ha servido para conocer mejor la biología y avanzar en técnicas clínicas, de las que podrán beneficiarse los pacientes. Hoy, veinte años después, con la perspectiva del tiempo, podemos decir que el hallazgo del Instituto Roslin al clonar una oveja no fue ni tan decisivo ni tan catastrófico como se creyó en su momento, pero es una fecha que quedará marcada en el calendario de la genética moderna.