El terremoto que sacudió el centro de Italia el pasado martes acumula ya más de 278 víctimas mortales y cientos de desaparecidos bajo los escombros. El balance de bajas se aproxima trágicamente a las registradas tras el seísmo que asoló L’Aquila en 2009. Aunque las catástrofes naturales no se pueden predecir, siempre se espera de los países desarrollados una capacidad de respuesta adecuada para minimizar sus consecuencias. Sobre todo cuando la naturaleza golpea de forma recurrente las mismas zonas.
Que este terremoto haya sido tan devastador como el de hace nueve años, a pesar de los miles de millones invertidos desde entonces en la reconstrucción de la zona, resulta increíble y está generando una indignación comprensible. No es de extrañar que la Fiscalía haya abierto una investigación para esclarecer posibles negligencias en la rehabilitación de edificios. La sombra de la corrupción urbanística planea sobre la tragedia. No es para menos en un país en el que el 18% de los edificios se levantan sin los permisos obligatorios y sin cumplir la normativa de seguridad.
Hay que tener en cuenta que el 75% de las muertes en seísmos registrados en la UE desde 1957 se ha producido en Italia. La ubicación de la península entre tres placas tectónicas y la arquitectura principalmente medieval de las zonas afectadas sólo explican en parte la magnitud de la tragedia. El primer ministro, Matteo Renzi, ha apelado a la encomiable "máquina de solidaridad" de un país que ahora se pregunta hasta qué punto la negligencia ha agravado la catástrofe.