Parece que la sesión de investidura de Mariano Rajoy va a ser, ante todo, la sesión de desinvestidura definitiva de Pedro Sánchez. No sé sabe quién va a ganar (quizá nadie), pero sí que Sánchez va a terminar de perder. La actitud de Rajoy es abusiva, abusona, con su insistencia en quedarse a cualquier precio y ese maquiavelismo de unas elecciones en Navidad (que, en tanto maquiavelismo, es a un tiempo astuto y sucio). Pero al menos se percibe lo que quiere y con qué objetivo está actuando. Lo de Sánchez, en cambio, es completamente incomprensible.
O demasiado comprensible: en un sentido pequeño. Eso es lo incomprensible en realidad: que sea tan pequeño. Lo decididamente que está siendo pequeño. Sánchez es nuestro increíble hombre menguante. Lleva meses empequeñeciéndose y no ha tocado suelo todavía. Cada poco nos sorprende con que podía empequeñecerse un poquito más. Va tan lanzado que cuando llegue al suelo le sabrá a poco y seguirá bajando... Si sigue en el mapa. Cuando todo haya terminado quizá lo recordemos con un halo estético: el hombre que trazó limpiamente su suicidio político. El Hernández Mancha guapo.
Pero que en nuestras circunstancias agónicas (“con la que está cayendo”, como se decía antes) el hombre siga dando vueltas en su carrusel retórico de la “convicción ideológica” (pura hojarasca: papel moneda verbal inflacionario, sin oro que respalde) es de una estolidez inaudita. Más que nada porque esa apelación a la ideología está vaciada de contenido.
Lo que a Sánchez le interesa es la etiqueta. Salvarse, o distinguirse, mediante el etiquetado. Del que, naturalmente, se encarga en persona. Al principio lo veíamos con aspecto de vendedor de Cortefiel, pero ha resultado ser el mozo de las etiquetas; quizá del Alcampo de Iglesias. A sí mismo se pone la etiqueta de “izquierda”, la de “progresista” y la de “cambio”. A los otros, la de “fuerzas conservadoras”; e incluso la de “las derechas”, como ha llegado a decir con notable impresentabilidad, por sus connotaciones guerracivilistas en este verano de aniversarios tétricos.
No puedo dejar de verlo como un desdichado hijo del dóberman que sacó Felipe González en 1996. El expresidente actuó entonces con cortedad de miras, pero está claro que era un mero recurso táctico. La desgracia del PSOE es que los socialistas que han venido después –sus políticos, sus militantes y su electorado devoto– se lo creen en su literalidad. Y de ahí no salen.