El 14 de febrero de 1936, tal día como hoy hace ochenta años, un espontáneo interrumpió el penúltimo mitin de campaña de Manuel Azaña en el Teatro-Circo de Albacete con un grito que percutió como una campanada: "¡Viva el salvador de España!".
Azaña reaccionó con la sinceridad de lo espontáneo:
-No. Salvador de España, no, y os voy a decir por qué. España no necesita salvarse de nada. España, como todos los países, tiene dificultades de orden político y económico, más o menos graves, más o menos al alcance de la inteligencia y la voluntad de sus gobernantes y ciudadanos. No lo olvidemos. Pero no necesita salvarse de nada. No estamos al borde de un naufragio.
Lo decía el capitán del barco que avanzaba a toda máquina hacia el iceberg que hundiría al régimen republicano. No sabemos cuántas veces durante las semanas, meses y años posteriores, hasta el mismo día de su muerte el 3 de noviembre de 1940, se dio cuenta Azaña de lo errado que había sido su diagnóstico, pero aquella improvisación ingenua quedó enseguida inscrita en los últimos acordes de la orquesta del Titanic.
Porque si bien el colapso masivo del paquebote tricolor, diseñado con todos los avances y pretensiones de la época, no comenzaría hasta la sublevación militar del 18 de julio, faltaban sólo 48 horas para que se produjera el impacto abisal contra la masa sumergida de nuestros peores demonios familiares que haría irreversible el curso de los acontecimientos.
Quien se atreva a celebrar pasado mañana el ochenta aniversario de las elecciones ganadas por el Frente Popular debe ser consciente de que festeja el más trágico error cometido por la izquierda en una democracia occidental. Y si la persona que apareció siempre en el puente de mando -como cerebro de la coalición de partidos republicanos y obreros primero, jefe del gobierno fruto de las urnas después y segundo presidente de la República muy pronto- fue Azaña, la carta de navegación, el rumbo y la dimensión del choque fueron responsabilidad directa del PSOE como fuerza hegemónica de aquel bloque.
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Tengo entre mis manos un desgastado panfleto con pretensiones de libro, editado a finales de 1935, con una portada negra sobre la que restalla el título, como un latigazo transversal con tinta roja: "Octubre segunda etapa". El precio -3 pesetas- queda relegado a la contraportada. Su significado se hace patente nada más abrirlo cuando se anuncia que "fija la posición política de la Comisión Ejecutiva de la Federación Nacional de Juventudes Socialistas... seguida de la réplica a los artículos publicados por Indalecio Prieto".
Las Juventudes del PSOE no sólo reivindican en este texto la sanguinaria revolución del 34 en Asturias -ese era su "Octubre"-, amparándose en la no menos cruel represión posterior, sino que plantean abiertamente -pag. 112- "la depuración revolucionaria del Partido Socialista, lo que nosotros denominamos su bolchevización". Para aclarar enseguida -pag. 114- que "la bolchevización del Partido Socialista no significa otra cosa que la lucha de su mayoría revolucionaria contra el grupo de "generales" reformistas y centristas". Resultando por tanto que "es indiscutible que las Juventudes Socialistas son hoy unas falanges verdaderamente bolcheviques, en la justa acepción del término, puesto que son el motor de la depuración y radicalización del partido".
Tras estas premisas llegan las loas al encarcelado Largo Caballero, "el único hombre que puede personificar ese movimiento", en la medida en que como "jefe, caudillo, director, líder o como se le quiera llamar, canaliza las fuerzas históricas en ebullición". Después vienen las diatribas contra los aludidos "generales" -aun no estaba en boga lo de "barones"-, a la sazón Indalecio Prieto, fustigador de los "brotes verbalistas" de los radicales, y Julián Besteiro, que se ha atrevido a comparar en su discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales al "socialismo revolucionario violento" nada menos que con "el fascio". Uno y otro han protagonizado la acción política del PSOE en el seno de lo que los autores del panfleto denominan "pocilga parlamentaria", compartida con las fuerzas burguesas.
Las Juventudes Socialistas, el PSOE de Madrid, dominado por los caballeristas, y la UGT han sido los tenaces albañiles de las Alianzas Obreras y la Concentración Popular Antifascista (CPA) que ha desembocado en el Frente Popular. Pero su arquitecto -apoyado en el resentimiento de Azaña por su injusta detención en Barcelona, falsamente acusado de colaborar en la insurrección de Companys- ha sido el búlgaro Georgi Dimitrov, Secretario General de la Internacional Comunista, que ha decidido experimentar en España "una democracia de nuevo cuño" como "espacio intermedio entre la dictadura de la burguesía y la dictadura del proletariado".
El hedor a corrupción que impregna a los radicales de Lerroux y la inconsistencia del numantinismo gubernamental, disfrazado de moderación por un campanudo y desgarbado registrador de la propiedad de Pontevedra llamado Portela Valladares -¡qué traviesa es la Historia en sus reiteraciones!-, han empujado a los grupos republicanos hacia el bando del Frente Popular. Un programa electoral sin apenas aristas les ha servido de señuelo. Todos han picado con una excepción: el Partido Nacional Republicano del catedrático de civil Felipe Sánchez Román.
Cuando pasó por la mesa redonda de EL ESPAÑOL, le pregunté a Pablo Iglesias de qué partido habría sido si hubiera vivido durante la Segunda República. Su reacción instintiva fue zafarse pudorosamente diciendo "pasa palabra" pero, ante mi insistencia, se vino arriba y aclaró que hubiera sido "del Partido Comunista... que era el mejor partido republicano que había en España". Córcholis, con ese baremo cómo debían de ser los demás... Confiemos en que la denunciada dependencia del exterior del líder de Podemos no llegue al extremo de ese admirado PCE que peregrinaba a Moscú para recibir la orden del día -"el aplastamiento de la burguesía mediante la violencia"- de su supervisor orgánico.
Yo por el contrario habría simpatizado con el PNR de Sánchez Román, a quien la derecha llamaba "Sánchez Novela" y a quien Payne define como "el líder más inteligente y moderado de los republicanos de izquierda". Lo acreditó retirándose del Frente Popular, precisamente tras la inclusión del PCE, impuesta por Largo Caballero, porque "había llegado a la conclusión de que para los defensores de la Constitución de 1931 era una flagrante contradicción unir fuerzas con quienes pretendían destruirla".
Un ejemplo bien palmario de esa deriva era la disposición del Frente Popular a ceder a las reivindicaciones separatistas, explicitada en el manifiesto de la CPA cuyo punto 8 defendía "el reconocimiento de la plena autonomía para Cataluña, el País Vasco y Galicia, e incluso su consideración como Estados independientes". ¿Cómo no fijarse en la actual problemática de Podemos y sus confluencias al repasar el texto del líder comunista José Díaz en Mundo Obrero, reclamando en plena campaña electoral "la completa libertad de los pueblos catalán, vasco y gallego"?
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El diario del presidente de la República Alcalá-Zamora es el mejor reflejo de cómo la jornada del 16 de febrero comenzó con el cálculo optimista de Portela Valladares de que el Frente Popular no pasaría de 120 diputados en un entorno de tranquilidad y orden, continuó con la subida de la fiebre de la preocupación de la mano de las noticias que indicaban que los sindicalistas habían acudido a votar en masa y terminó con la desesperación del desbordamiento de la izquierda a la vez en las urnas -263 escaños- y en la calle, "con la necesidad probable de declarar el estado de Guerra".
El registrador de la propiedad de Pontevedra acreditó entonces que su cobardía excedía a su egoísmo y puso pies en polvorosa, magnificando con su dimisión una victoria electoral trufada de irregularidades -sobre todo allí donde hubo segunda vuelta- y contestada con rigor por sólidos historiadores. Obligado, más que a formar gobierno, a llenar el vacío dejado por el fugitivo, Azaña ya se barruntaba que "la irritación de las gentes va a desfogarse en iglesias y conventos" y que su regreso al poder iba a producirse entre "chamusquinas".
Por desgracia lo que sucedió durante los siguientes días no se quedó sólo en templos y conventos calcinados. Las multitudes sacaron a los presos de las cárceles, los sindicatos impusieron a los patronos la readmisión de los despedidos por actividades revolucionarias y hasta catorce falangistas fueron asesinados en menos de un mes dando pie a que sus camaradas buscaran la represalia, tiroteando al ponente constitucional socialista Luis Jiménez de Asúa. La respuesta del Gobierno republicano, vigilado extramuros por Largo Caballero y el PCE, no fue simétrica. Quince mil presos -la mayoría revolucionarios asturianos- fueron liberados y mientras Lluis Companys era repuesto en la presidencia de la Generalitat, para José Antonio Primo de Rivera -detenido "por fascista"- comenzaba el encarcelamiento del que no saldría vivo.
Me detengo ahora en una sólida prueba de cargo que indica que este turbión de acontecimientos que, por el camino de la acción-reacción, arrastraba imparablemente a España hacia la Guerra Civil no fue fruto de la fatídica concatenación de casualidades sino hija de una opción política, conscientemente alentada en el seno del PSOE. Se trata del número de marzo de la revista Leviatán desde la que su director Luis Araquistaín, cerebro gris y asesor intelectual de Largo Caballero, se dirigía en términos inequívocos al jefe de gobierno: "Créanos Azaña, no hay conciliación posible con las clases vencidas en las urnas el 16 de febrero. Para apaciguarlas no hay más que un medio: expropiarlas, que es también el único de desarmarlas. Mientras no se expropie a la nobleza territorial y a la Iglesia; mientras no se controle la Banca y la prensa capitalista: mientras no se nacionalicen las grandes industrias... ni habrá paz, ni prosperidad, ni nada".
Este turbión de acontecimientos que arrastraba imparablemente a España hacia la Guerra Civil no fue fruto de la fatídica concatenación de casualidades sino hija de una opción política
Pero el PSOE que hablaba por boca de Araquistaín no se quedaba ahí, sino que obligaba a todos los españoles a entrar en el siniestro juego del conmigo o contra mí: "La paz y la concordia son quiméricas, y no menos quimérica una política de conciliación o de centro. A un bando o a otro, a la revolución o a la contrarrevolución. No hay término medio y quien sueñe en términos medios y se obstine en situarse en un centro imaginario, se expone a ser abrasado entre dos fuegos".
Las feroces llamaradas de esas dos hogueras acometían ya a todos los españoles cuando, aprovechando la patada hacia arriba que propulsó a Azaña hasta el sillón de Alcalá-Zamora, "las gentes sensatas de la izquierda -es decir, el otro PSOE que había perdido el control de la calle pero aún dominaba los órganos del partido- se asustaron de las insensateces de Largo Caballero y de los golpistas" y estudiaron construir un último cortafuegos mediante "un Gobierno parlamentario de centro que comprendiera desde la derecha socialista de Besteiro y Prieto hasta la izquierda democristiana". El testimonio pertenece precisamente al más destacado dirigente de ese sector progresista de la CEDA, el catedrático y ex-ministro Manuel Giménez Fernández.
Aquel nonato gobierno de centro izquierda tuvo dos presidentes virtuales: mi admirado Felipe Sánchez Román que hoy estaría en la órbita de Ciudadanos y el propio Indalecio Prieto. Personalidades de la talla de Claudio Sánchez Albornoz, Miguel Maura y Besteiro trabajaron en pro de esa combinación que finalmente naufragó porque Prieto "no quería escindir la minoría parlamentaria socialista para no ser tachado de traidor a los suyos", porque "en la derecha la juventud pasaba en oleadas al fascismo o a los requetés" y porque en definitiva "la mística de la Guerra Civil se había apoderado desgraciadamente de la gran mayoría de los españoles".
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Nada más lejos de mi intención que cargar sobre los hombros de los actuales dirigentes del PSOE las culpas derivadas del trágico error que, en estrecha asociación con otros trágicos errores de sus contemporáneos, cometieron quienes les antecedieron hace cuatro generaciones. Desde entonces ha pasado mucha agua bajo los puentes del socialismo español. Largo Caballero murió en el 46. Indalecio Prieto le sobrevivió hasta el 62 manteniendo viva la llama de su querella e inspirando la senda socialdemócrata que prendería en Suresnes en el 74, desembocaría en el abandono del marxismo en el 79 y en la llegada al poder en el 82.
Primero con Felipe González, luego con Zapatero al frente, el PSOE ha gobernado ya durante más de veinte años con sus aciertos y errores, pasando de las cimas del idealismo a los abismos morales, alternando decadencia y esplendor. Pero su único marco de acción ha sido el parlamentario y cuando no ha tenido mayoría absoluta le han bastado los acuerdos coyunturales con minorías de muy diverso pelaje para gobernar con estabilidad.
Nunca hasta hoy había tenido ante sí un dilema estratégico equivalente al de 1936: pactar con Podemos y el resto de la izquierda para constituir lo que por analogía sería bautizado como un nuevo Frente Popular o hacerlo con Ciudadanos con un programa de centro-izquierda en pos de una abstención del PP. La primera opción no implica, por fortuna, un riesgo grave de que se repita nada parecido a lo de hace ochenta años pues -como se ha visto en Grecia- la Unión Europea amortigua cualquier despropósito, pero sí supondría una polarización artificial de la sociedad, amén de dar alas -en eso todo se repite de forma casi mimética- a los separatismo periféricos. El segundo camino tendría la enorme ventaja de fortalecer y vertebrar el espacio de centro en el que se ubica la gran mayoría de los españoles pero aritméticamente resulta mucho más incierto.
No le arriendo a Pedro Sánchez la ganancia de una decisión que en todo caso será contestada por parte de la cúpula, los militantes y no digamos los votantes del PSOE. Pero ojalá que en pleno sueño de la razón levante el vuelo la lechuza de Minerva y, dispersando a los alados monstruos del pasado, recuerde al secretario general que su partido tiene una deuda octogenaria pendiente de pago con la moderación, apuntada aún en un feo tomo de la Historia de España.