Es el clásico dilema al que se enfrenta un partido en crisis. Pedro Sánchez ha decidido prescindir de los votantes para ganarse a los militantes. No es una estrategia arriesgada, es sencillamente una rendición. El militante es, por su propia condición, un votante anómalo. Un ciudadano ideologizado hasta el punto de pagar una cuota mensual por ello. Se cree, y ahí radica su compromiso, custodio de las esencias del partido y le cuesta admitir la lógica que rige su mundo: la política es un juego de transacciones.
Es un dilema que en su día puso a prueba el liderazgo del joven Felipe González, que a base de decepcionar a la afición convirtió al PSOE en un partido hegemónico, en una apisonadora electoral que pasaba por encima de los ripios näif del Cuervo Ingenuo y de los reproches de cantautor.
Es, más o menos, lo que le trató de explicar Emiliano García Page cuando era alcalde de Toledo a aquella ministra de Defensa, Carme Chacón, que despojó al Corpus de los honores militares. Las elecciones se ganan antes en las procesiones que en los mítines.
Ahora Sánchez pretende perpetuarse en la Secretaría General mediante la administración de ansiolíticos ideológicos a las bases. Con muchas más razones, es decir con muchos más votos, González pudo tomar ese camino cuando perdió por la mínima en 1996, pero sabía que salvarse él suponía condenar al partido.
No existe una campaña orquestada y universal contra Sánchez en la prensa. El hecho de que en su círculo de confianza se maneje con soltura una idea tan retorcida sólo confirma que la paranoia es el síntoma inevitable de la decadencia de un liderazgo.
A cada una de las intervenciones de Sánchez en la sesión de investidura le siguió el esperado aplauso de la bancada socialista. No sé si el batir de palmas pudo reconfortarle en una tarde tan dura. Mejor que no girara la cabeza para ver las caras de los suyos. Si en los funerales se aplaudiera, se aplaudiría así.
Con que hubiera mostrado un mínimo de voluntad negociadora, con que hubiera dejado al menos una minúscula grieta en lugar de su “no es no”, hoy el líder socialista podría reprochar la arrogancia y el egoísmo de un candidato, Mariano Rajoy, que, de una forma insólita, prefirió triturar a sus aliados necesarios en lugar de conquistar sus voluntades. Si es cierto que es Rajoy, como parece, quien desea más fervientemente unas terceras elecciones, su adversario ha hecho todo lo posible para cargar con las culpas.