¿Y si nos olvidamos de Donald Trump por un instante?
Resulta difícil, pero quizá esto nos ayude a entender su posible victoria en las elecciones de este martes. Porque tendemos a explicar a Trump como un fenómeno autónomo, como algo que se puede comprender en base a su logorrea o al perfil sociológico de sus votantes. Y nos olvidamos de que su figura ha surgido como rechazo a algo, y a alguien, muy concretos.
Esto vale también para aquellos aspectos de Trump que son extrapolables a otras latitudes. El populismo no es sólo un fenómeno transnacional provocado por grandes procesos (la globalización, la desigualdad, las nuevas tecnologías), sino que también responde a situaciones muy particulares de los países donde aparece. Así, al igual que es lícito preguntarse si Podemos tendría la fuerza que tiene si Mariano Rajoy no fuera presidente, podemos preguntarnos si Trump estaría mordiendo los talones de cualquier otro candidato que no fuese Hillary Clinton. O, dicho de otra forma, quizá la pregunta no sea por qué puede ganar Trump, sino por qué puede perder Hillary.
Y hay muchas razones, empezando por el desgaste que supone que su partido lleve ocho años controlando la Casa Blanca. Ocho años, además, que no han sido una balsa de aceite: la reforma sanitaria de Obama, por poner un ejemplo, ha provocado rechazo incluso entre algunos demócratas (uno de cada cuatro simpatizantes de este partido estaría a favor de su derogación). Además, la crispación fomentada por esta reforma ha contribuido a desprestigiar el sistema político y las élites que lo gestionan; hace un año menos del 20% de los estadounidenses confiaban en la labor gubernamental.
Mal momento, por tanto, para una insider del partido del presidente como es Hillary Clinton. Su posición se parece mucho, curiosamente, a la de John McCain en 2008, enfrascada como está en una doble lucha contra el legado de un presidente polarizador y contra un rival que vende los vivificadores aires del cambio.
Y luego están los propios problemas de Clinton como candidata. No es sólo su falta de carisma; el gran problema de Clinton es su mochila tras cuatro años como ministra de Exteriores, ocho como senadora, ocho más como primera dama del país y doce como primera dama del estado de Arkansas.
Sus partidarios pueden presentar esto como un prontuario de experiencia política y de dedicación a lo público. Pero su currículum también se puede ver como un larguísimo proceso de desgaste, un retrato de Dorian Gray que se enturbia tanto por pasados errores de gestión -según muestra la reapertura del caso de los emails- como por la animadversión suscitada a lo largo del tiempo -odiar a Hillary se convirtió casi en un pasatiempo nacional a mediados de los noventa-. O incluso podemos pensar en los tics adquiridos tras décadas inmersa en la política, como serían el cortejo de millonarios a través de su fundación o el secretismo paranoico que en su día le hizo denunciar las filtraciones de los amoríos de su marido como una “enorme conspiración derechista”.
Y luego está el hecho de que sea una mujer. Aquí hay que afinar el análisis: el problema no es tan burdo como que haya votantes que piensan que una mujer no pueda ser presidente. Al fin y al cabo, Michelle Obama es inmensamente popular y podría haber arrasado en estas elecciones de haberse presentado.
El problema, más bien, se sitúa en el doble rasero con el que se juzga qué es normal y qué no en alguien metido en política. La ambición de Trump y su deseo de triunfar en la vida, por ejemplo, no despiertan recelos; la ambición de Hillary, por contra, la ha llevado a ser estigmatizada como la Lady Macbeth de la política americana. En realidad, si Michelle Obama es tan popular es precisamente porque representa una versión sutilmente amable de la mujer metida en política: si bien ha mantenido un perfil propio, nunca ha intentado huir de la sombra de su marido (mientras que Hillary estuvo varios años sin adoptar el apellido de Bill) y desde el primer momento se prestó a ser vista como un icono de moda y de fitness (“consigue los brazos de Michelle con estos seis sencillos ejercicios”).
Así, la cuestión no es que una mujer no pueda ser elegida presidente en EE.UU. sino que, para hacerlo, tiene que ajustarse a unos parámetros de feminidad en los que Hillary nunca ha encajado. Lo cual no es sino otra razón por la que su candidatura podría perder contra cualquier otra.
Y ahora volvamos a pensar en Trump.