Yo tenía dos abuelas de nacionalidades diferentes. La italiana era una mujer morena, de nariz gibosa, labios finos, inteligente y algo embustera. Detestaba a los hombres en general y a los curas en particular. La española era rubia, de ojos azules, facciones redondas, culta y algo ingenua. Amaba a los hombres en general y a los curas franciscanos en particular.
Angela, la italiana, para demostrar su feminismo y su anticlericalismo, llevaba el pelo corto, usaba pantalones y sabía escalar hasta el pico más alto de una montaña con la boca cerrada, como los toros bravos. Elena, la española, para demostrar su desobediente feminidad, llevaba pendientes de perlas, se ponía faldas y le gustaba ponerse el mundo por montera bebiendo un chupito de whisky mientras fumaba un cigarro de tabaco bien negro en el spleen de la tarde.
Elena me enseñó a tener las piernas siempre juntas, a ser posible cruzadas. Angela me enseñó a subirme a caballo, a la manera de John Wayne. Yo, desde entonces, las llevo tan pegadas que a veces se rebelan con un color amoratado y un hormigueo sospechoso. Y otras me desenvuelvo como un indio navajo. Todo según las circunstancias.
Os propongo un juego: tirad una naranja a un hombre. En un acto reflejo, éste intentará cogerla con las manos y cerrará al tiempo las piernas. Tirad una naranja a una mujer. En un acto reflejo ésta intentará cogerla con las manos y cerrará al tiempo las piernas. ¿Y entonces? Ya, pero no siempre fue así. Antaño, si a una mujer le tirabas una naranja, abría las piernas de modo que el fruto cayera en la tela de la falda. Ahora, lo tengo comprobado, ninguna lo hace. ¿Es el signo de un cambio definitivo en la sociedad? ¿Hemos alcanzado la tan reclamada y tan cacareada igualdad sólo por permitir que las mujeres lleven pantalones?
Es evidente que no, pero todo ayuda: la liberalización de los atuendos, el derecho al voto femenino, la llegada de los anticonceptivos, la batalla por equiparar sueldos y oportunidades, la creciente costumbre de compartir responsabilidades familiares y labores domesticas, el cuidado en la manera de hablar y ahora también la denuncia de unos gestos que pueden resultar desagradables, invasivos o incluso machistas. Me refiero en concreto al manspreading. Traducido al español, el 'despatarre masculino'. Esa costumbre por la que algunos hombres se sientan con las piernas tan abiertas que dejan sin espacio a quien esté a su lado.
Sé que muchos se han quedado de piedra con esta nueva queja, que les parece absurda, inaudita, un delirio paranoico, una auténtica persecución feminista. Pero es una realidad que muchas mujeres conocen, soportan y asumen hasta el punto de ya ni darse cuenta. Como tantas otras cosas.
En Qatar, las mujeres se esconden tras un burka y se sientan en el suelo a los pies de sus maridos, con las piernas bien cerradas. En Ciudad de México hay vagones de metro para mujeres y vagones de metro para hombres. En ninguno de estos lugares se pueden mezclar los sexos, pues las mujeres siguen siendo víctimas de una educación tan machista que obliga a cerrar las piernas cuando no haría falta y a abrirlas cuando no quieren.
¿Por qué criticar entonces una medida del Ayuntamiento que intenta educar a algunos ciudadanos y proteger a algunas ciudadanas? ¿No se prohibió en su día la incívica costumbre de orinar y escupir en la calle, de fumar en lugares públicos, de no recoger las heces de las mascotas? ¿Y qué nos parece ahora? Bien, nos parece bien.
Por cierto, aviso que en algunos países europeos han prohibido tirar las colillas en el suelo de la vía pública imponiendo una multa de 300 euros a quien lo haga. Bien, me parece bien.