La semana pasada me robaron. O tal vez no. Estaba cenando con mis hijas en casa y al menos un par de individuos se introdujeron en mi jardín, se encaramaron al tejadillo del porche y forzaron la ventana de la habitación de mi hija mediana. Por ahí entraron.

Nosotros, en la planta inferior, hablábamos del entrenamiento de baloncesto de la pequeña; del examen de Sociales de la mediana; de los planes de la mayor para hacer el inter-rail en junio. También del viaje a un destino lejano, eso lo recuerdo bien, que haríamos en verano -¿Canadá? ¿India?- ¿Colombia? ¿Alaska?-. Cada uno defendía sus preferencias.

Mientras, en el piso superior, ocurrían cosas que ni oíamos ni mucho menos sospechábamos. Cuando terminó la cena y la charla posterior, con empate entre dos de los destinos, la mayor subió a su habitación -tenía que seguir preparando un examen- y vio la puerta de la mía cerrada, lo cual es inhabitual. Debió pensar que la dejé así, y no entró. Unos minutos después las otras dos se fueron a sus cuartos también, y cerraron sus puertas para poder estudiar, una, y asearse, la otra.
Un capítulo de Californication -¿no han visto la serie? ¡La recomiendo!- más tarde, subí yo. Vi mi puerta -“Papá”, pone, con letras de colores- cerrada, y me extrañó también. Pensé que tal vez la pequeña estaba jugando a algún juego recién inventado y muy personal dentro.

Cuando entré, despacio, y susurrando su nombre -“Valeria, Valeria…”-, no hallé respuesta. Di un par de pasos y vi los armarios abiertos, la ropa tirada por el suelo; los cajones abiertos también, los discos y los libros de la estantería descolocados, los cajones del armario del baño abiertos de par en par, las cajoneras de la mesilla de noche desencajadas y una de las ventanas abierta, con la pared blanca manchada de lo que parecía una pisada... Fue un instante. Uno muy fugaz pero muy largo a la vez. Salí corriendo a toda la velocidad posible. En un mismo segundo, creo, entré en cada una de las habitaciones de las niñas para comprobar que estaban; y, después, que estaban enteras y bien.

Aún con el corazón latiendo a una velocidad desconocida y los ojos más abiertos de lo que los he tenido en mucho tiempo, empuñé mi sable de samurái, una reliquia cuyo objetivo es decorativo, pero que supongo que sirve para más cosas y, tras llamar a Vigilancia y a la Policía y mientras venían, recorrí la casa para asegurarme de que, como parecía, efectivamente quien hubiera hecho todo eso había huido por la ventana que seguía abierta; para confirmar que, en ese momento, ya no había ladrones -o lo que fueran- en casa.

Cuando disminuyó el sofoco, minutos después, con las niñas -ahora sí- alteradas, recordé el elevadísimo grado de felicidad, ensuciado quizá por el nerviosismo, que alcancé al comprobar que mis hijas estaban bien. Recordé también, con cierto placer, o quizá fuera una sensación de súbita paz, a qué extraordinaria velocidad descendió el dramatismo inicial al comprobar que estaban las tres en casa, y que estaban como deberían estar todos los adolescentes del mundo: complicándole la vida a sus padres, pero en perfectas condiciones.

De repente adquirió una irrelevancia absoluta -o casi- saber que habíamos tenido invitados no deseados, que nos habían vigilado mientras cenábamos, ayudándose de la noche oscura, y que habían recorrido las zonas más íntimas de nuestra casa.
Por supuesto, podrían haber vaciado la vivienda y habérselo llevado todo, lo que había y lo que habrá, lo que pasó y lo que pasará allí, que a mí me daba exactamente igual.

Y me di cuenta de que, igual que no lo hicieron, pudieron, en unos segundos, habérmelo robado todo. Todo. Pero, afortunadamente, solo me sustrajeron algunas cosas: un par de buenos relojes heredados, algunos cientos de euros y, más importante, la calma.

Recuerdo que mi madre decía que la casa de uno debe de ser un refugio espiritual: el lugar donde uno se siente seguro; el espacio donde uno descansa y se recupera de lo que ocurre fuera de ella para, al día siguiente, volver a enfrentarse a lo que sucede en el exterior.

Todos aquellos que han sufrido robos en sus casas, y más quienes estaban dentro de ellas, conocen la sensación de desasosiego y vulnerabilidad que origina semejante ataque a la intimidad. Es cierto. Yo me sentí frágil y vencido. Pero solo en esa batalla menor. Porque pudieron, sí, robármelo todo y, al final, no me quitaron nada. Pude perderlo todo, pero me quedé con todo. Todo lo que importa.