Es imposible siquiera imaginar cómo fue aquello. En la mañana de hace exactamente 79 años, unas densas nubes cubrían el cielo de Kokura. La falta de visibilidad que acusó el mayor Charles Sweeney a bordo del B-29 salvó a esta ciudad de vivir el infierno. Porque seguramente no haya nada que se le parezca tanto como aquel verano del 45 en dos ciudades del sur de Japón.

La nubosidad que libró a Kokura (que también hubiera sido el objetivo estadounidense si Hiroshima hubiera amanecido nublada tres días antes), situó a Nagasaki como nueva e inesperada diana del bombardero estadounidense Bockscar. A las 11:02 del 9 de agosto, Sweeney dejó caer la bomba atómica conocida como Fat Man, la segunda y última que la humanidad ha conocido. Estalló a quinientos metros de altura y destruyó cerca del 40% de la ciudad de forma instantánea.

Hiroshima fue la primera ciudad atacada con un artefacto nuclear, y por eso resulta tan icónica. Tanto, que Barack Obama la visitó durante su presidencia. Tanto, que John Hersey escribió su extraordinario libro Hiroshima, considerado el mejor artículo de periodismo estadounidense del siglo XX, sobre ella.

Pero Nagasaki sufrió un ataque aún mayor que el de Hiroshima. El coronel Paul Tibbets había arrojado desde el Enola Gay a Little Boy, 64 kilos de uranio 235 que estallaron sobre un hospital. La explosión tuvo una fuerza equivalente a 15.000 toneladas de dinamita, e hizo ascender la temperatura hasta los 4.000 grados centígrados en un radio de 4,5 kilómetros.

Sobre Nagasaki, Sweeney lanzó una bomba con seis kilos de plutonio, cuya explosión liberó una fuerza similar a la de 21.000 toneladas de dinamita.

En el hipocentro donde cayó la bomba en Nagasaki, situado en lo que hoy es el Parque de la Paz, un monolito negro recuerda que, quinientos metros más arriba, la explosión atómica elevó la temperatura miles de grados en un segundo y envió una radiación mortífera que quemó todo lo que encontró.

Algo más de un tercio de la ciudad desapareció en ese momento y las consecuencias de la radiación permanecieron en la zona durante décadas.

De hecho, a pesar del abrazo de Japón hacia las costumbres occidentales, de las que Estados Unidos es el mayor exponente, y de la cercanía política actual de ambos países en muchos asuntos internacionales, las cicatrices de aquel agosto aún permanecen visibles en la ciudad y, por supuesto, en el imaginario colectivo de los ciudadanos.

Las imágenes que aparecen en el Museo de la Bomba Atómica de Nagasaki constituyen una prueba del horror extremo que puede provocar la decisión de un gobierno. Tanto la del japonés, cuando en diciembre de 1941 atacó Pearl Harbor por sorpresa, como la de Harry S. Truman cuando optó por utilizar la bomba que había preparado Robert Oppenheimer en secreto en el desierto de Nuevo México.

El devastador impacto sobre esas dos ciudades se podría considerar como el mayor crimen de guerra que el ser humano haya cometido jamás.

Ciudad de Nagasaki después de la bomba atómica.

Ciudad de Nagasaki después de la bomba atómica. Reuters

La bomba sobre Nagasaki provocó también, es cierto, el fin de la Segunda Guerra Mundial. Pero arrojó al mundo a un nuevo escenario que incluía la posibilidad ya no tan hipotética de un fin para nuestra especie como consecuencia del potencial casi infinito de esa nueva arma.

Las bombas no discriminaron entre civiles y miembros del Ejército nipón, y fueron arrojadas sobre dos ciudades que apenas tenían interés militar. Todavía peor, la mayoría de los aproximadamente 220.000 muertos fueron ancianos, mujeres y niños.

Como explicó en aquel insólito verano del 45 el emperador Hirohito a sus compatriotas, la nueva bomba "sumamente cruel" que utilizó Estados Unidos conduciría, si no hubiera una rendición, no sólo al colapso de la nación japonesa, sino también a la "total extinción de la civilización humana".

Estados Unidos, al lanzar el artefacto que dibujó el infierno en Nagasaki, logró su objetivo fundamental, la rendición japonesa sin condiciones. La bomba consiguió detener una guerra que de otro modo posiblemente se habría alargado algunos años más. Pero mostró también la capacidad de aniquilación de un arma monstruosa que después ha sido replicada, y que es capaz de devastarlo todo. 

El proyecto Manhattan, que costó dos billones de dólares de la época y que se había creado para someter a la Alemania de Hitler, acabó materializándose en la mayor devastación que una nación ha infligido a otra en una sola acción militar.

De camino a la Fuente de la Paz de Nagasaki, creada para recordar a los miles de ciudadanos que murieron con horribles quemaduras en gran parte de su cuerpo mientras mendigaban agua desesperadamente, resulta difícil no recordar las palabras de Robert Lewis, copiloto del Enola Gay, pronunciadas cuando el bombardero se alejaba de Hiroshima, ciudad hermanada para siempre con Nagasaki, y podía ver, en la distancia, el hongo nuclear, que ascendía hasta los 13.000 metros: "Dios mío, ¿qué hemos hecho?".