Hoy he visto a un chico que paseaba con su perro por la calle. Iba agarrado a su móvil, tembloroso, con la mirada perdida y un andar lento, sin dirección. El típico paseo de dueño y mascota que no tiene rumbo fijo. Ahora para aquí, luego hacia allá y vuelta a girar a donde marcaba el animal. Sigue. Frena. Piensa. Se le ve transparente, demasiado, algo lívido y apagado en la actitud. Parece que sólo pasea. O se deja llevar por su perro. Tal vez.
Vi cómo se paraba frente al kiosco del parterre a leer los titulares de la prensa, mientras arrugaba la frente y apretaba los labios en la búsqueda de palabras grandes. Algo de amor ponía en titulares de color. Revistas que anunciaban holas y adioses. En ese momento el móvil volvió a estar presente, parece que quería teclear algo pero se quedaba parado, anestesiado frente a las palabras que no salían de sus dedos. El perro tiró de él en un arrastre animal como en esos concursos de bueyes. Vamos, parecía decir. Qué coño haces parado.
El horno alimentaba la plaza y el último niño había entrado al colegio tras darle un beso a la madre. Era esa hora en la que no pasa nada. Las nueve y diez. Y lo que pasa, pasa dentro. Podía verse el terremoto que palpitaba en su pecho, inquieto y atormentado, cuando se apoyó en el árbol donde el can hacía pis salpicándolo todo.
Nos miramos en el reflejo del escaparate del horno, entre panes y magdalenas calientes, sin saludarnos. Una mirada. Una forma de reconocerse de lejos y de cerca. Después echó a andar calle arriba para girar a la derecha y volver a aparecer en la misma plaza. Esta vez venía llorando y, como llevaba el móvil en una mano y el perro en la otra, no podía secarse las lágrimas. Hizo ademán con el hombro, intentando llegar a las mejillas, pero no. El gesto, casi mueca, era torpe e innecesario. Lloraba sin poder apagarlas. El pecho palpitaba más fuerte, queriendo salirse del cuerpo. Qué podía decirle. Cómo estás, necesitas algo, quieres un pañuelo, yo llevo. Toma. No hace falta hablar.
El perro se paró a mirarle, sentadito como las figuras de cerámica de las tiendas, enarcando las cejas pobladas y buscando una caricia con la lengua. Los dos se miraron. Juro que se entendieron. Aquí me tienes, pequeño, le dijo el perro. Aquí sigo, le lloró el mayor. Los dos, paralizados en las escaleras de la plaza, sin más miradas que las suyas entrelazadas, comprendiéndose y esperándose mutuamente.
¿Seguimos paseando? Fue el perro quien tiró del chico, jugueteando exageradamente como si supiera qué ponía en el móvil, como si quisiera forzarle a que se le cayera y la pantalla se hiciera añicos. Mira cuánto puedo saltar, muchacho. Mira qué vueltas doy, chaval. ¿Has visto? Corre conmigo. Vamos a los árboles. Huele a pis de perros. Del bueno. Vente.
La señora del horno volcó entonces el cubo del fregado formando un amazonas de agua sucia hasta los escalones. La catarata de Niágara de repente; el río que lo divide todo, que lo mueve y lo parte. Perro y dueño echaron a correr en ese momento otra vez calle arriba, con las lágrimas secas y el pecho acelerado. Ya en el portal sacó las llaves, abrió, se giró a la calle, allí donde a veces le esperaban. Y se vio en el cristal, con la cara sucia y el pelo revuelto. Vamos a casa se dijo en el reflejo.
Creo que era yo.