En Kabul, un terrorista suicida acaba de matar a 29 personas; de ellas, 11 eran niños y 9 eran periodistas. Por supuesto, reivindica el ISIS: por supuesto, sigue sin hallarse justificación alguna a la barbarie. Esta tampoco la tiene.
A los niños les han cercenado la existencia sin apenas entenderla. A los periodistas que cuentan el infierno que sacude Afganistán les han segado la luz del día siguiente. La que tanto necesitaban para seguir exhibiendo lo que sucede, 17 años después, en el país que Estados Unidos y sus aliados atacaron en 2001 como respuesta a los atentados del 11 de septiembre.
Nunca hay buenos motivos para morir. Bueno, casi nunca. El científico australiano de 104 años David Goodall tiene los suyos. No sufre una enfermedad terminal, pero su deteriorada calidad de vida le hace infeliz, así que exige que se le aplique la eutanasia. Querría hacerlo en su país, pero volará a Suiza, porque en Australia el suicidio asistido es ilegal.
De momento, este investigador asociado de la Universidad Edith Cowan de Perth sigue vivo. Todavía continúa en el lado del mundo en el que se da la existencia. Sus motivos para morir de forma apacible resultan del todo lúcidos. Los de los asesinos para matar violentamente a decenas de civiles, del todo incalificables: no hay adjetivos suficientemente poderosos para delinear esta catástrofe irreparable. Las familias de esas 29 personas transitan por su particular y dolorosa tragedia, una de la que seguramente no escapen nunca.
El mundo no es un parque de atracciones. Pero tampoco el local de ensayo de unos verdugos invisibles. Aunque, a veces, durante unos instantes se parezca a Disney World. Aunque, en algunos momentos, pueda parecer que lo dirigen unos insensibles dictadores.
En medio de semejantes extremos discurre, normalmente, la vida para quien tiene la fortuna de conservarla. Eso es especialmente difícil, estos días, en Afganistán y en Irak o Siria, donde el conflicto deja un reguero casi diario de sufrimiento e impotencia.
Y lo es mucho más si tu profesión es la de reportero. Los periodistas exponen sus vidas cada día a cambio de un escasísimo reconocimiento y un ínfimo salario, cuando lo hay; cuentan aterradores sucesos hasta que, demasiadas veces, son ellos los que forman parte del siguiente.
Sin ellos, seamos conscientes, no sabríamos qué ocurre en algunos lugares especialmente castigados por el fanatismo y la violencia humanas. Sin ellos, sin el histórico fotoperiodista de la agencia AFP Shah Marai y sin sus ocho compañeros, la Tierra se convierte fugazmente en un planeta menos azul, y menos brillante.
La vida puede no ser perfecta. La de casi nadie lo es. Pero la imperfección de nuestras existencias occidentales y sus problemas inherentes no dejan de ser lo mejor que podría pasarle a millones de personas en otras zonas del mundo. A veces olvidamos que el precio de la cómoda y privilegiada vida que vivimos en Occidente resulta vergonzosamente asequible.