El anuncio de disolución que ETA nos está ofreciendo por entregas es una golosina envenenada. Que los abertzales, los nacionalistas de toda laya, los populistas, los antisistema y los mediadores a sueldo reciban con entusiasmo la noticia es natural, pero el resto de la sociedad -o lo que quede de ella- debería estar vacunada contra la patraña.
Los autores de este gran montaje saben que lo fácil, lo cómodo, es cerrar los ojos y creer que los problemas no existen. Saben también que la tendencia al confort -particularmente el mental-, tan propia de las sociedades postmodernas, puede convertir a las víctimas del terrorismo en estorbos, en aguafiestas de una causa noble: la paz. Así, los asesinados, los mutilados y sus familiares han pasado a ser, para muchas personas que bondadosamente se reivindican amantes del "diálogo", el último obstáculo para cerrar una desagradable página de nuestra historia. ¿Acaso no cesaron hace tiempo los coches bomba y el tiro en la nuca?
Si la disolución de ETA fuera sincera, si no tuviera trampa, no se entregaría por fascículos: un día, un comunicado en el periódico; otro, una carta a las instituciones; hoy un vídeo a una cadena extranjera y mañana un acto formal en el sur de Francia. Si la disolución de ETA fuera sincera se haría allí donde ha generado más dolor, con humildad, dando la cara ante los ciudadanos y sin hacer más ruido del necesario. Pero el objetivo es precisamente el opuesto, lograr la mayor repercusión posible para avanzar en la "internacionalización del conflicto".
En realidad, estamos en el mismo plan, sólo que en otra fase. Por eso se habla una y otra vez de abrir "un nuevo ciclo político en Euskal Herria". Lo que se pretende es cambiar de medios sin renunciar a los fines que llevaron a secuestrar, a torturar y a asesinar. El procés ha enseñado a los verdugos que desde las instituciones, sin necesidad de volver a mancharse las manos con aquel amonal de Hipercor, hay posibilidad de alcanzar la meta.