Todo el mundo tiene derecho a una vida digna. Esta obviedad, demasiado a menudo, la ignoran, precisamente, quienes la tienen al mismo tiempo que, quienes no la tienen, luchan por ella. Y lo hacen con cuanto poseen, apostándolo todo. En el fondo, nada hay que perder cuando no tienes nada.


Estos días se ha suscitado un enorme debate al respecto de los 630 refugiados que huyen de la miseria y que el barco Aquarius rescató de una muerte segura. El nuevo Gobierno italiano, que con el líder de la Liga Matteo Salvini defiende políticas anti-inmigración, desborda alegría por enviar a nuestro país a los inmigrantes. O, mejor dicho, por evitar que desembarcaran en un puerto italiano. El nuevo Gobierno español, tal vez sediento de buenas acciones para reivindicarse, tal vez simplemente pleno de acierto por tomar una determinación humanitaria, ha decidido acoger a quienes nadie quería en su territorio: seis centenares de refugiados sin nada.


En el fondo, no resulta tan relevante la razón por la que Pedro Sánchez ha optado por auxiliar a estas personas, entre las cuales hay 123 menores, once niños pequeños y siete mujeres embarazadas: lo transcendental es que abandonan el mar y se les otorga una oportunidad de lograr algo que todos los que vivimos en Occidente ya tenemos por el mero hecho de nacer en el lado cómodo del globo: una vida digna.
Al poco tiempo de fundar la editorial Kailas decidí iniciar un proyecto que, posiblemente, es el que más me ha satisfecho como editor: Inmenso Estrecho. Se trataba de unir fuerzas entre periodistas, escritores, pintores o músicos y que todos lanzaran al aire de papel un esbozo de sus reflexiones sobre la inmigración. En aquel momento, las mafias llevaban a las costas españolas numerosos cayucos cada semana. Muchos otros, por supuesto, nunca llegaron.


Estos cuentos sobre la inmigración se completaron con dos volúmenes en los que participaron músicos como Ismael Serrano o Pedro Guerra; pintores como Jorge Castillo o César Galicia; periodistas como Charo Nogueira o Amalio Moratalla; cineastas como Javier Corcuera y, claro, grandes escritores como Gustavo Martín Garzo, José Ovejero, Fernando Iwasaki, Lucía Extebarría, Isaac Rosa, Luis Mateo Díez o Eugenio Suárez-Galbán.


Probablemente todos ellos, que dibujaron sueños a favor del mestizaje y la diversidad, en contra del egoísmo y las fronteras, estén felices al ver al barco de la ONG SOS Mediterranée y de Medicos Sin Fronteras llegar a la costa valenciana.


Solo son 14 kilómetros, se subraya en la presentación de Inmenso Estrecho, los que separan Europa de África. Catorce kilómetros que contienen dos mundos opuestos. En uno de ellos, la mayoría puede vivir; en el otro, muchos apenas pueden vivir. Mientras eso no cambie no habrá forma de detener las genuinas ambiciones de quienes se echan al mar con la esperanza de llegar, sin nada más que sus propios sueños, a la tierra prometida.

Siempre habrá personas que no puedan más. Mientras no transformemos la realidad de un continente rico y uno pobre en un único mundo más ecuánime, siempre habrá quienes no tengan nada que perder; y preferirán, al menos, intentar seguir sus alucinaciones –a menudo lo son- sobre una existencia mejor que permanecer en la miseria que los asfixia.

Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos; y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros, señala el artículo I de la Declaración de Derechos Humanos. Con demasiada frecuencia desdeñamos esta máxima en la parte del planeta donde resulta fácil olvidar lo esencial y difícil limitar lo superfluo.