Ser facha es una cosa muy seria, un virus ideológico total, una infección sanguínea que riega entera la carne y los órganos. No se puede ser un poco facha igual que no se puede ser un poco virgen: el himen de la miseria política se cruza sin vuelta atrás y descompone al hombre, como en el retrato de Dorian Gray. Al fascismo no le basta con el cuerpo. Quiere el alma y la conciencia.
El buen facha no sólo sabe que lo es, sino que a menudo se jacta de serlo. ¿Es admisible, entonces, decir que todos y cada uno de los combatientes del bando sublevado durante la Guerra Civil eran fachas: fachas de médula, de pensamiento y estrategia, fachas de padre y muy señor mío, fachas feroces que no podían ver a un republicano sin dispararle al pecho, fachas exterminadores y malolientes incompatibles con la democracia? No lo creo. Es probable que muchos lo fueran. Es seguro que todos los generales golpistas eran fachas. Pero, ¿qué pasa con los civiles víctimas de las decisiones de otros, qué pasa con los niños de las aldeas que campaban sin ideología y fueron lanzados a una guerra que no sabían ni de qué iba?
A Germán -uno de los señores que sale en el polémico vídeo con el que Sánchez celebra la Constitución- la guerra le pilló en las fiestas de un pueblo de Zaragoza. Tenía 20 años. Recuerda que aquel día, en plena verbena, se ordenó que se dejase de tocar música porque llegó la noticia de que acababa de sublevarse el ejército de África. Sus amigos y él cogieron las bicis para volver a casa y toparon con una patrulla golpista que les instó a luchar en su bando.
¿Germán es facha? ¿Ese Germán ignorante de pura juventud, huérfano de ideología, que recién cerraba un pasodoble con una novia rural y a la semana estaba manchándose las manos de sangre y viendo morir a ristras de amigos? ¿Quería Germán la guerra? ¿La merecía? ¿Qué sabía él de justicia, qué sabía de heroicidad? ¿Era demócrata, era franquista: era realmente algo, Germán, o sólo un crío que fue a matarse influenciado por la zona geográfica en la que vivía por culpa de los buenos fachas que iban a destruir un gobierno legítimo?
¿Es Germán un auténtico hijo de puta; siendo un hombre que después de la contienda dijo que sentía tan suya la bandera de la República como la actual bandera nacional, porque fue la primera que juró? ¿Es comparable con un “general de Mussolini”, como dice Pablo Iglesias, o al líder de Podemos se le ha ido la mano con la brocha gorda tomando el todo por la parte? ¿Es equiparable acaso Julita Salmerón, la protagonista del documental Muchos hijos, un mono y un castillo, con Primo de Rivera; una mujer que se hizo el carné de falangista porque la mitad de sus familiares estaban muertos, y hoy se ríe con culpa diciendo que se le ha olvidado darse de baja?
Ya en 2018, la mágica señora cuenta que es “atea y masona”, y que le importa un bledo el Rey, y que se habría ahorrado mucho dolor si no se hubiese derrocado la Segunda República. ¿Qué análisis político podía hacer Julita después de ver los cuerpos de sus parientes acribillados a la orilla de un río? Pablo Iglesias, como buen líder de izquierdas que es y con el que empatizo en ciertos aspectos, se refiere a menudo al “pueblo”. ¿Por qué no entiende que Germán también era pueblo; pueblo débil y usado por los caciques; por qué lo condena sin conocer su vida? ¿No sabe Iglesias que al hermano de Germán lo mataron los golpistas?
No se trata de ser complacientes. No me gusta el vídeo que ha desatado la polémica: me parece una pésima idea, por parte del Gobierno de Pedro Sánchez, juntar a charlar -como el que toma té con pastas- a dos combatientes de más de 100 años que se enfrentaron en la Batalla del Ebro. Es polemista, perverso y corre el riesgo de resultar blanqueante, porque claro que hubo civiles que fueron fachas convencidos -sólo a posteriori conocemos la historia y las circunstancias de Germán-.
De entrada, da la sensación de que corre un tupido velo sobre todo ese viejo dolor, sobre nuestras vergüenzas históricas, sobre los preliminares de una dictadura de 40 años. Fueran o no fachas de conciencia todos los combatientes sublevados, cada uno de ellos fue sin duda cooperador necesario, y por tanto, responsable en cierta medida de lo que sucedió después: casi medio siglo negro, una cuneta espesa de represión, dogma y silencio. Bastante tendrá Germán con perdonarse a sí mismo el lugar al que condujeron sus actos. Los privilegiados demócratas de cuna haríamos bien en callarnos antes de insultar al anciano. Él, como en 1936, no hace política: sigue luchando por sobrevivir.