Cuando aparecí con una camiseta vieja que loaba las bondades de una empresa farmacéutica, mi cicerone se enfadó. No era esa la forma adecuada para debutar en una clase de… ¿Mortal combat? ¿Street fighter? No recuerdo el nombre de la disciplina. En aquel gimnasio todo fueron anglicismos y prendas fosforescentes, tan brillantes que hacían daño a los ojos… De ahí que yo pareciera –y lo fui, claro– la flor marchita del jardín.
Intenté un “buenos días” a medida que nos acercábamos a aquella sala llena de bicicletas, pero allí eso no se estila. La gente se mira mucho, pero no se saluda. Ni siquiera en el vestuario, cuando el desnudo –como la muerte– iguala a todos los participantes de ese silencioso ejército que, si pudiera, declararía los polvorones anticonstitucionales.
Cuando abrimos la puerta, nos arrolló una música ciertamente desagradable, pinchada a un volumen superior al de cualquier discoteca. A las órdenes de un fibroso profesor, unas veinte personas cabalgaban sobre sus vehículos estáticos camino de esa tierra prometida donde el chocolate no tiene calorías y el espejo siempre te dibuja como Pierce Brosnan o Julia Roberts.
Mi guía, paciente y magnánima, ajustó el sillín y el manillar de la bicicleta que elegí. Me explicó detalladamente el mecanismo, pero yo sólo escuchaba al profesor, que gritaba: “¡A mi rueda! ¡Enfrentamos otro puerto de montaña!”. Por la ventana, lluvia, nubes negro contaminación y la vida de prisa. Pero los que ya eran mis compañeros, con obediencia hitleriana, le creyeron: levantaron el culo, apretaron los dientes y comenzaron la escalada en el pozo de la imaginación.
La dinámica era la siguiente: pedalear al ritmo de la música y al dictado de aquel Führer sonrisa profident; un tipo encantador, por cierto, sin ironías. Cuando él lo demandaba, uno debía girar la rueda roja del vehículo para “añadir más carga a las pedaladas”. Rompí a sudar en un par de minutos. Sin darme cuenta, me puse a escalar… hasta que escuché cómo los altavoces vomitaban una versión horrible, bacalizada, de The sound of silence. Estoy seguro de que Simon y Garfunkel, si la escucharan, tardarían apenas diez segundos en resucitar su resquebrajada amistad y conjurarse contra aquella infamia.
“Vamos, ya estamos ahí, conmigo arriba ese gimnasio X”, gritó el dictador. Y mis compañeros, orgullosos de engrosar aquel colectivo, sonrieron e incrementaron el ritmo. No se hablaban, pero eran un equipo, les unía algo mucho más fuerte que la amistad: la santa cruzada contra los michelines. Para cuando me di cuenta de la gravedad del asunto, había cumplido en Madrid, una mañana de sábado, mi sueño frustrado de estudiar en Harvard o Yale.
Todas estas chorradas se me ocurrieron en seis o siete minutos. Luego mi corazón abandonó la clase de… –la próxima vez llevaré un diccionario– y se apuntó a claqué: pulso frenético, pensé que iba a escaparse por la boca. Ya no pensaba, sólo pedaleaba, pero la indignación –esa cualidad capaz de espolear el intelecto en los momentos más duros– me devolvió a la realidad. El profesor chilló: “Subimos la carga, notad en vuestras piernas las sensaciones de trabajo, disfrutadlas, ¡guauuu!”.
Sí, oigan, “sensaciones de trabajo”. Justo lo que había ido a olvidar. Salía yo de una entrevista de casi tres horas –transcripción incluida– con un ministro de la UCD y, de repente, me encontré voluntariamente en busca de “sensaciones de trabajo”. Se me nubló la vista, pero por el rabillo del ojo contemplé cómo mis compañeros giraban la rueda y devoraban esas "sensaciones" con sonrisa de hiena.
No recuerdo qué vino después. Puede que perdiera el conocimiento. Desperté cuando mi compañera me palmeó con fuerza los mofletes. La música había dejado de sonar, pero yo seguía pedaleando.