Solemos tratar el pasado como si fuera un museo. Al menos, en lo que a la historia de la cultura se refiere. Un recorrido bien planificado que nos lleva de estancia en estancia: aquí tienen el realismo, ahora llegamos a la generación del 98, suban las escaleras para continuar el recorrido por los cubistas. El pasado sería un proceso de destilación que culmina en unos cuantos nombres, unas cuantas salas.
Sin embargo, el pasado también tiene algo de mar nocturno donde flotan los restos de un naufragio. De las aguas rescatamos bultos silentes, cada uno con una historia a cuestas: este es un hidalgo del Siglo de Oro, este un minero asturiano del XIX, esta una pintora italiana que vivió el Risorgimento. El problema es que son demasiados. T. S. Eliot lo resumió bien: “tantos, / no sabía que la muerte hubiera deshecho a tantos”. Así que terminamos devolviendo la mayoría de los cuerpos al mar, con la misma arbitrariedad con que los habíamos sacado. Solo hay espacio en la barca para unos pocos a los que, por algún motivo, queremos seguir mirando.
Uno de estos cuerpos rescatados es el de Eusebio García-Mina, más conocido como Eusebius. Bajo aquel nombre firmó columnas y críticas musicales durante varias décadas en la prensa navarra de comienzos del siglo XX. Uno de tantos modestos olvidados, al que Daniel Ramírez -polifacético periodista de EL ESPAÑOL- ha dedicado una biografía: Eusebius, capitán de la nave de Baco (Renacimiento). En ella descubrimos a un personaje peculiar: firmemente asentado en Pamplona, colaborador exclusivamente de la prensa regional, fue sin embargo uno de los críticos de la época que se mostraron más receptivos a la vanguardia musical europea. Estuvo entre los primeros que escribieron sobre compositores como Debussy, Tansman o Maurice Ravel. También fue todo un agitador cultural, alguien que logró convencer a los grandes músicos de la época para que incluyeran la ciudad de Pamplona en sus giras españolas. A él se debieron varios conciertos de Arthur Rubinstein y Wanda Landowska en aquella ciudad en los años 20 y 30. Curiosa mezcla de localismo y ambición europea que el biógrafo resume así: “Zumalacárregui y Béla Bartók en una conversación”.
Eusebius fue también el centro de una tertulia de artistas y escritores lo suficientemente etílica como para merecer el nombre de la nave de Baco. Una tertulia donde brillaba otro modesto olvidado, el pintor Gustavo de Maeztu, y en la que se incluía de vez en cuando a aquellos artistas que estuvieran de paso por Navarra -Zuloaga, Valle-Inclán-. El resto del tiempo, y en su marcha hacia una cirrosis temprana -como la que se llevó al propio Eusebius-, aquellos amigos podían auscultar las vanguardias o terciar en durísimas polémicas locales, como la que agitó Pamplona en 1914 acerca del baile agarrado en la verbena.
Hay algo extrañamente noble en Eusebius, o en la operación de rescate de su figura que ha hecho Daniel Ramírez. Porque Eusebius no se presta a postureo alguno. No hay nada en su vida y obra que resulte reivindicable, al menos en los términos en que se utiliza el pasado hoy en día. No fue ni feminista avant-la-lettre ni republicano -más bien parece haber sido un carlista difuso, sociológico-. Nadie compartirá su foto en redes en el aniversario de su muerte, ni tratará de apropiarse de su figura para legitimar un proyecto político o estético. Y así se nos presenta solamente como alguien que escribía maravillosamente bien, alguien que fue original, que tenía buen oído y que atravesó unos tiempos apasionantes en lo político y en lo cultural. Hay algo liberador en este modesto periodista que, por encima de todo, parece haber sido feliz.