En todos los diarios modernos se libra una guerra civil entre dos modelos de periodismo: el de Spotlight (Tom McCarthy, 2015) y el de Primera Plana (Billy Wilder, 1974). La primera película es un drama y la segunda una comedia, pero la que se toma en serio el oficio es la de Billy Wilder.
La de Tom McCarthy es una nana para estudiantes de primer curso. Esos que llegan cada mañana a las aulas sin haberse comprado el diario, pero convencidos de que el periodismo tiene una función social y de que esa función social coincide con el programa electoral de la socialdemocracia.
Los partidarios del primer modelo, el llorica, son los lazos amarillos del periodismo. Son gente a veces inteligente, pero nunca lista. Dogmáticos, autoconscientes hasta la náusea, evangelistas de la deontología y con el sentido del humor de un tejón con los huevos escocidos, suelen salir de la Facultad de Periodismo con una idea rotunda de lo que debería ser el periodismo y un amor generalmente no correspondido por el periodismo de datos, los departamentos de fact-checking y los grandes reportajes del New York Times.
El mismo New York Times, por cierto, que acaba de dedicarle cuatro columnazas del diario a un referéndum sobre la monarquía organizado sobre una mesa de camping por cuatro jubilados en un remoto pueblo mallorquín de apenas 2.000 habitantes. Cuatro columnazas decoradas con un mapa en el que Cataluña aparece de un color diferente al de España.
Visto está que tres millones y medio de suscriptores no son todavía suficientes para que la familia Sulzberger, propietaria del diario, le compre un atlas a sus corresponsales. Esos que viven en la España de 2019, pero creen estar viviendo en la de 1936 porque se han leído el libro de toros de Ernest Hemingway, pero ninguno de Josep Pla, Manuel Chaves Nogales o Agustín de Foxá.
Why has the New York Times given four columns to a story about a non-binding mini vote on the Spanish monarchy in a small village in Mallorca. Via @alandete pic.twitter.com/kTNaAt1zBy
— Matthew Bennett (@matthewbennett) 7 de abril de 2019
Al otro lado de la mesa están los periodistas. Gente que no nació con un pan, sino con una demanda de divorcio y una úlcera bajo el brazo. Gente que sabe que el periodismo es política por otros medios y a la que le jodieron el alma cuando se llevaron los muebles bar de las redacciones por no sé qué absurda moda social gazmoña. Gente con un talento natural para la supervivencia y cuya moral es tan flexible como su ideología política. Gente no sólo inteligente, sino también lista.
A mí lo que me jode de los primeros -porque supongo que a estas alturas de la columna ya ha quedado claro que a mí los que me joden son los primeros- es su hipocresía de beata con abanico y morro fruncido. Esa empatía con todos los parias de la tierra, siempre y cuando le queden a la distancia de un televisor. Su desprecio por los mismos lectores a los que dicen venerar: "Es que sólo leen mierda, sólo piden basura, están embrutecidos, les hemos de educar". Esa pretensión de que su género periodístico preferido, el reporterismo concienciado, uno de los muchos que existen y ni siquiera el más relevante, ameno, leído o rentable de ellos, sea el único posible y el baremo por el que se midan todos los demás. Su oceánica ignorancia de la naturaleza humana, propia de culos que siempre han flotado sobre el algodón de azúcar de la teoría académica.
Permítanme que les explique algo. Hace unas semanas me reuní con dos de mis fuentes. Funcionarios del Estado curtidos en uno de los sectores de la Administración más duros y menos estéticos, el de las prisiones. Eran las ocho de la mañana a pie de calle y los tipos, con unas manos capaces de arrancarle la cabeza a un oso de un guantazo, sacaron un cuchillo de dos palmos, un jamón recio, una hogaza de pan grande como una mesa de camilla y un tinto glorioso capaz de desatascar las cañerías del Titanic. Y allí me contaron la de Dios es Cristo. Nunca he desayunado tan bien y con mejores historias.
También hace unos días comí, junto a otros periodistas y en la planta 765 o 1.342 de un edificio desde cuyas alturas se veía todo Madrid, la Sierra y hasta Bangkok si apretabas lo suficiente el entrecejo, con uno de esos españoles que Podemos llama "el IBEX 35". Comimos un jabugo que se deshacía en la boca, bebimos un Muga Aro de los que le ponen los ojos en blanco a los pedantes de la Wine Advocate, levantamos el meñique para partir un pan más tierno que el alma de Oriol Junqueras y fuimos informados de las tendencias de la economía mundial a treinta años vista. Lo disfruté como un cerdo.
Miren, señores, seamos claros: tanto los unos como el otro estaban hablando conmigo por algo. Y yo también hablaba con ellos por algo. Eso es el periodismo. Y por eso yo no sería capaz de encontrar la más mínima diferencia entre los primeros y el segundo aunque me torturaran obligándome a leer un número del New Yorker. Hay que tener una visión muy estrecha de la realidad, o ser un adolescente, para creer que sus motivaciones e intereses personales difieren en algo. Para marcar la raya en alguna esquina de las calles de Madrid y decir "a partir de esta papelera, el pueblo, la verdad y la vida; a partir de esta farola, la casta, la mentira y la muerte".
Pero algunos de los que se creen esas tonterías púberes llegan, en ocasiones, a comandar redacciones enteras. Generalmente por poco tiempo. El periodismo se ocupa de expulsarlos como el cuerpo extraño que son. Sólo los cínicos sirven para este oficio.