La mañana del día en que Vox entró en España con un torillo, con cuatro banderas y con menos escaños de lo previsto, Santiago Abascal votaba en un colegio de Hortaleza. Sobre su cabeza colgaban serpentinas, lacitos multicolores y mariposas arcoiris; un escenario poco propio para que Abascal, el macho que asiente a Dragó, votara.
Y Abascal votó con el mentón apretado, la barba perfilada con la disciplina del rasurado, y las cámaras nos dejaron la imagen de un Abascal con un perfil de califa moro que nos recuerda cada vez más a Anguita: acaso porque los iluminados tienen genes parecidos.
El día que Vox tocó pelo -pero menos- en la cosa nacional, un apoderado de Pozuelo empezaba a meterse entre las cámaras a la llegada de Sánchez: la España viva era eso, un cameo de un cincuentón de Pozuelo y la gloria de que te saquen en el Telediario como anécdota cachonda. Como la monjita de siempre que España vota.
Luego ya llegó la tarde, pragmática y dulzona, y en la salita del Hotel Meliá Fénix Rocío Monasterio valoraba los sondeos, los pies de urnas, lo que le llegaba con un tono entre hipotenso y al ralentí. "Ilusión", dijo, a media voz y toda vestida de blanco, como una novia juanramoniana. Podían haber elegido el Wellington, hotel taurino, pero la obcecación de Abascal con la plaza de Colón roza ya lo fetichista y pasó que el fiestón previsto -en los "alrededores de Colón"- degeneró en verbena con mirinda.
Y ya, rozando con la puntita el total de los votos escrutados, salieron a la plaza Margaret Thatcher, la esquinita verde de Colón, Ortega Smith, Monasterio y Pedro Fernández, con la mirada miope y fija en el horizonte, y las manos entrecruzadas como un jesuita después de recenar en el refectorio.
A Ortega Smith se le vio marcar criadillas como al mejor Loquillo, con el micrófono en la horizontal de la entrepierna, con los pantalones por los sobacos a la manera de Julián Muñoz. Mientras el abogado y boina verde se desgañitaba, Monasterio sonreía con cierto apocamiento a tanta testosterona verde. A un lateral de la plaza de Margaret Thatcher una bandera de Vox de Fuensanta de Martos (Jaén), noble villorrio olivarero; al otro, la Cruz de Borgoña, bailonga cuando Manolo Escobar atronó tras la soflama de Ortega.
Cuando Santiago Abascal compareció ya cambió el escenario. Quitaron a Pedro Fernández -por animar el cotarro- y apareció Iván Espinosa de los Monteros, alegre y con la chaqueta mal abotonada. También cambiaron el fondo negro por el fondo institucional y celebraron los 24 diputados. Si le aclamaban "presidente", Abascal rebajaba la euforia. Si le clamaban por una "España unida" que "jamás será vencida", el de Amurrio, con más gravedad que sus conmilitones, arremetía contra "el Frente Popular", contra la "derechita cobarde" y recordaba otros hits que son los mismos desde Vistalegre.
Abascal terminó dando las gracias a sus militantes y afiliados y a su largo etcétera... Se olvidó de Tezanos, a quien quizá no perdone que le inflara las quimeras. Abascal gritó "viva España" y se fue, ante la mirada de dos asiáticos a los que Vox no vetó: dichosos ellos y las crónicas que publiquen por la Cochinchina.