Todavía hay catacumbas en Madrid donde la literatura se vive con tal fuerza... que es imposible escribirla. Aquella noche, en un zulo del barrio de Moncloa, la tragicomedia se hilvanaba a sorbos de tinto y bocados de paranoia. Confluían periodistas imberbes, columnistas consolidados, poetas en juicio, ancianos que un día lamieron el éxito y espectadores de profesiones inconcretas. Uno de ellos se definía como "especialista en drogas".
Habíamos llegado allí en procesión, como en una actualización chusca y esquizofrénica del entierro de Larra. El agujero, al que se accedía por unas escaleras pringosas, estaba alfombrado de periódicos viejos y carteles taurinos descoloridos. Recién debutado, me integré en la conjura de los malditos. Cualquiera conoce un bohemio, pero muy pocos los han contemplado en plenitud. Juntos, destartalados, obsesionados -como decía Emilio Carrere- con esa conquista del porvenir estético a costa del bienestar, la honra y el decoro.
"¿Sabéis quién presentó su libro sin calzoncillos?", gritó un articulista mientras se desabrochaba el pantalón. "¡No, por favor!", respondieron un par de mujeres sensatas. La prenda cayó hasta los tobillos y nuestro hombre se apareció con un pantalón corto y finito del Decathlon, como de velocista: "Mejor así que sin nada... No me quedaban slips limpios".
Al otro lado de la habitación, las mesas y las sillas se habían dispuesto de tal manera que un par de bohemios quedaron encerrados contra la pared. Cuando querían ir al baño -en lugar de armarse de racionalidad para apartar los muebles-, se arrastraban por el suelo.
Uno de ellos se dio cuenta de que la velada sufría una extremada carencia de servilletas. Arrancó el rollo de papel industrial que albergaba el retrete y lo trajo consigo. "Si vemos que alguien va a cagar, le avisamos para que coja unos cuantos trozos antes de entrar". Esa frase resume el difícil ejercicio de equilibrismo que tortura al poeta maldito. Mataría por un buen verso, pero en su corazón anida la bondad del niño.
En aquella improvisada reunión de letraheridos se sangraban las historias que la resaca impediría escribir. Se diseccionaba la actualidad anárquicamente -quién folla en el Congreso, en qué partido hay más polvo blanco, qué asesinato invita a la mejor novela- y, de pronto, emergían algunos puntos de vista geniales, paridos de modo casi involuntario. No era fácil estar a la altura. Cuando erré en un análisis, obtuve por respuesta: "Tú no te drogas, ¿verdad?".
Iba a responder... Me percaté de que un poeta y un columnista brindaban con "cervino", una mezcla de cerveza de barril y tintorro picantón. "Ahora es el momento en el que uno se saca la chorra y la mete en una copa", escuché. Pero las copas se habían roto o jamás habían aparecido. Sobre un suelo de cristales rotos, los malditos bebían a morro.
Padece el bohemio una extraña enfermedad. Busca acuñar corrientes literarias, alumbrar novelas de culto, disfrazar la ciudad con un escrito... Pero cualquier intento queda laminado por culpa de la inconstancia y de zulos como aquel. En realidad, eso de la literatura cerebral que no logra pasar a la pluma nos sucede a todos, pero el bohemio sufre esa impotencia con mayor crudeza. Porque él sí ha imaginado la gran historia -¡la ha vivido!-, pero su indisciplina le condena eternamente a que se le escape como el alcohol entre los dedos.
"¡Venga! ¡Vamos a vender mi libro por las calles! Clamad que el autor acaba de perder a su hijo. ¡Decidles que necesito pagar el entierro!". Para cuando pude darme cuenta, tenía el abrigo puesto y un ejemplar en la mano. Que alguien nos rescate. Ha pasado una semana, pero aquella noche negra nos sigue inundando de tiniebla.