Anteayer por la noche empecé a sentir escalofríos. Ay, ay, ay. Me pegué una ducha bien caliente y, al salir, el termómetro me contó que tenía un poco de fiebre. Ay, ay, ay. Paracetamol y sofá.
Me levanté, a la mañana siguiente, con temperatura de persona sana y con la sensación de que me había atropellado un camión. Un agotamiento, un dolor de ojos... Pero aquí dice que el coronavirus provoca fiebre y tos y no tengo ni lo uno ni lo otro.
Ayer pasé todo el día en el sofá, sin trabajar, piltrafa total. Hoy me he levantado igual de agotada. ¿Qué me está pasando?
Y cuando una se hace las preguntas adecuadas, surgen las respuestas correctas. Al contrario que para mucha gente, la cuarentena me ha supuesto más trabajo del que normalmente tengo (que ya es decir) y lo he de llevar a cabo en casa junto con dos preadolescentes. Y no puedo más.
Para consolarme, pienso en las familias que tienen bebés o niños muy pequeños a su cargo. Recuerdo las rabietas interminables, los madrugones, los problemas a la hora de la comida. Todo eso se multiplica por el encierro. Se manifiesta mi parte cabrona y compruebo que lo mío es mejor: cuando me harto, les ignoro. No se puede ignorar a un niño de cinco años, pero sí a uno de catorce. Se puede y estoy convencida de que, en muchos casos, se debe.
Se me llenan los pulmones de aire cuando les acuesto. Ahí empieza mi ritual de paz: me ducho, salgo al balcón a respirar el aire y el silencio. No solo lo respiro, también escucho el silencio. Paradójicamente, lo que más echo en falta en estos tiempos raros es la soledad.
Cuando esto acabe, lo primero que haré será estar sola. Me echo de menos. Cómo no voy a arrastrarme si llevo quince días entre el teclado, las sartenes, la limpieza, las discusiones, las súplicas de ayuda y colaboración, los intentos de concentración frustrada, las llamadas de los profes informándome de que no les han llegado los trabajos... Porque esa es otra, también debería ser profe. Menos mal que de eso estoy vacunada: no voy a reparar en una cuarentena lo que lleva estropeado una década.
Hablando con una amiga que se dedica a la terapia bioenergética me cuenta que lo que me pasa es que estoy estresadísima, que el cabreo (ella lo llama ira) y lo que me callo (que es mucho) le hace daño a mi hígado. Ahora lo entiendo todo, joder: estoy del hígado, literalmente. Del hígado a un sistema inmune escacharrao hay dos pasos. Y me da que somos unas cuantas.
Pero cuando cotilleo en la Red sobre los problemas que acarrea tener a los vástagos en casa, lo único que encuentro son soluciones para distraer a las criaturas. Una vez más, nosotras no existimos. Digo "nosotras" por las monoparentales.
No sé cómo se las apañan los que son dos, así que no me refiero a ellos. A lo que iba, ¿cómo enfrentar una situación desquiciante dentro de otra situación desquiciante? Esta pregunta me da que no tiene respuesta.
Hace un par de días, Javier de Miguel encuestaba en su cuenta de Instagram: ¿cómo preferís pasar la cuarentena: solos o con hijos y familia? Inexplicablemente para mí, las respuestas se dividieron en un perfecto 50%. No lo entendía hasta que resolví que la mitad que prefería pasarla con hijos eran los que NO lo estaban pasando con hijos. A esos les invitaría a que se pasaran por mi casa ahora mismito y escucharan los gritos de unos chavales que superan el metro sesenta y a los que se ha avisado de que mami está escribiendo su columna y necesita silencio.
Ah, que no pueden venir, por aquello del enclaustramiento. Lástima.